Un lugar tranquilo para escribir y morir

Por Lucas Brito Sánchez

Un recorrido sinuoso y bello por los pesares y malos pensamientos que el dinero supo convocar en la vida literaria.

Estábamos buscando un poco de sol, un lugar para sentarnos y respirar el invierno. Claro que íbamos a encontrar ese lugar, pero antes debían ocurrir otras cosas. 

Un trabajo pendiente era escribir un ensayo sobre el dinero. Una topografía del uso y la pérdida. Rastrear qué hicieron los escritores cuando no tenían dinero, cómo soltaron sus blasfemias, cómo desesperaron y, por qué no, cómo esperaron a que la suerte los visite. La historia del dinero es también la historia del Tiempo.  

“En aquellos días no había dinero para comprar libros. Yo los tomaba prestados de Shakespeare and Company”, dice Ernest Hemingway en París era una fiesta. Recuerdo haber deseado cosas sin sentido. Me llenaba de rabia no saber cuándo podría darme esos gustos. Anhelaba libros que nunca iba a terminar de leer. Años después, cuando los pude comprar, perdí el interés.

Heidegger habla de “lo que inicia, no lo que comienza”. Revisar la historia del dinero es dar con el origen, con el cauce mayor. Lo que se desborda. ¿Cómo voy a estar en paz si lo único que puedo hacer es escribir? 

El extraño orden de prioridades que anotó Fernando Pessoa: “El dinero, los niños, los locos”. Y también dijo: “El dinero es hermoso porque supone una liberación”. Cuando se reconozca el esfuerzo físico de la escritura, ¿se transformará en dinero? Como un punto de destrucción inalterable, allí donde la roca golpea el agua y la desintegra. No hay espectáculo más desolador que un pobre haciendo planes con su próximo sueldo.

Tengo libros y no tengo tiempo de leerlos. El aire que parecía sobrarme entre el trabajo y el estudio, la atmósfera de libertad que me sostenía la usé para ganar dinero y comprar esos libros. 

En la novela El Palacio de la Luna, de Paul Auster, el protagonista hereda de su tío varias cajas llenas de libros. Queda en la calle y empieza a comérselos: “Yo siempre necesitaba desesperadamente vender y a él le era indiferente comprar. Descubrí que generalmente sacaba más cuando llevaba pequeñas cantidades de libros, no más de doce o quince cada vez. Entonces, el precio medio por volumen subía muy ligeramente”.

La poesía es mucho con poco, el dinero es poco con mucho. “Estafado de todo mi dinero intento regresar a casa para Navidad a tiempo”, anota en sus libretas Jack Kerouac. Y en otra parte dice: “Solicité un empleo en Jersey Central; me ofrecieron puesto de guardagujas en tierra, estar en el frío invierno alineando interruptores & enviando vagones golpeados o jodidos por diversas vías: sombrío, sano – 100 dólares – 4,5 días a la semana. Juergas en abundancia”. 

Me crucé con Miguel Molfino en una calle de Resistencia. Iba de jogging y anteojos negros. Preguntó si estaba escribiendo algo, le dije que un diario. Me contó algo sobre los de John Cheever y el de Pavese. Confesé que lo estoy buscando hace mucho. Dice que lo debe tener, si lo encuentra me lo presta. “¿O lo dejé en México?”, duda. Y siguió Molfino: “Cuando me vine, se partió en dos mi biblioteca. Me salía quince mil dólares traer todo. Si quedó allá el de Pavese, le voy a decir a mi hija que me lo envíe”.    

Emmanuel Carrère, reseñando la vida de Daniel Defoe: “Estimaba que la cuestión más importante en el mundo es ganar dinero”. Y también dice que escribió Robinson Crusoe “para explotar de manera fraudulenta un filón comercial”. En Moll Flanders “sólo habla de dinero”, la protagonista siempre está “hacienda cuentas”. 

¿Y qué significa, realmente, gastar bien nuestro dinero?

El dinero fue tema recurrente en la vida de Hunter Thompson. Periodista free lance antes que todo, dependía de las notas que enviaba a las grandes revistas y los periódicos. Su vida no era modesta, la cocaína y el whisky no son baratos. Para 1977 ya había publicado Miedo y asco en Las Vegas, su libro más vendido. Odiaba a los ricos y le repugnaba Norteamérica, pero llevaba su país como un ancla atada al cuello.    

Leo sobre el dinero y pienso en mamá. Siempre lo persiguió y lo padeció. Y cuando tuvo un poco, lo malgastó. La mirada de mamá es como un mendigo que no necesita poner en palabras sus misterios.

Mis primeros libros los escribí bajo la presencia de la incomodidad: como no tenía mesa, La fundación de Japón me llevó semanas arrodillado en el piso, encima de un acolchado; Entrar y salir de Cannes me llevó dos años durante los cuales estuve cambiando de casa, pidiendo plata prestada y comprando en cuotas en el supermercado. No es algo que me ponga orgulloso. Es verdad que sabemos poco sobre nuestra parte animal.

Osvaldo Baigorria tiene dos libros hermosos: Sobre Sánchez y Postales de la contracultura. No es lo único bueno que escribió, pero éstos son libros llenos de dudas y de felicidad por los intentos. Vidas jugadas, apuestas fuertes. Habla de “precariedad voluntaria”, de imponerse otra disciplina que no sólo sea ganar dinero a través del salario. Recuerda Baigorria: “Si se juntaba dinero, se compraba tiempo, no bienes de consumo o inversión. Eso es -palabras más, palabras menos- contracultura. ¿O era?”.

El poeta chino Luo Ying la pasó mal en su infancia y adolescencia y de grande se convirtió en un empresario rico. Escribió: “Mi padre cortó sus lazos con la gente; 20 años más tarde regresó por 3000 yuanes / Mi parte fue de 500 yuanes, con los que pagué tres días de alcohol / Les dije a mis compañeros que se había hecho rico en el Hades por vender su alma / Pero continuaba viendo los ojos de mi padre en mi vaso de licor”. 

Ricardo Piglia llevó durante años un diario donde hay varias entradas dedicadas a la guita. “Cada vez necesito menos dinero y más tiempo libre”, dice. Y en otra parte: “Para mí escribir quiere decir estar financiado”. 

La plusvalía de la mente es el sinsabor de la edad. Destilaciones de un hombre solo que se siente viejo, un profesor que tiene miedo a perder el poder sobre sus alumnas y alumnos. Miedo de no poder cogerse a quien lo idolatre. Es su único capital y sabe que es más pobre que cualquier obrero inglés del siglo diecinueve. 

Viajar es viajar y leer es leer. En el caso de Kerouac, la falta de dinero lo ayudó a crear buenas historias. Estuvo yendo y viniendo gran parte de su vida. Su novela En el camino reúne varias horas dentro de un auto. Levantaban gente que hacía dedo para compartir gastos de combustible y, de paso, escuchaba con atención el delirio particular de cada uno. 

La mamá de Stephen King era soltera. Junto a su hermano formaron un grupo de amigos que vagaban por descampados que desembocaban en estanques. Su hermano era inventor, le tenían envidia en el colegio. King empezó a escribir de chico. Editaban juntos un periódico. 

A fines de los noventa, con Lisandro y otros amigos creamos una revista que fotocopiábamos y abrochábamos, un fanzine que tampoco nadie leía. Los hermanos King vendían su periódico a 25 centavos de dólar. Se lo compraban familiares y vecinos. Nosotros lo vendíamos a 50 centavos en algunos bares. Supongo que les parecía romántico que unos chicos anduvieran de noche comerciando literatura. No teníamos nada mejor que hacer y era la forma más fácil de hablar de algo. El primer fanzine se llamó El ático de Jack, en homenaje a El Destripador de Londres. En nuestras casas no había áticos, como mucho alguno tenía una pieza en el fondo del patio para acumular porquerías.

La omnipotencia del dinero en Roberto Bolaño: en sus poemas aparece como una calamidad de juventud tomada con humor, un humor que desemboca en la melancolía. “No me siento seguro / en las palabras / ni en el dinero”, escribe. Y en otro: “Trabajé 16 horas en el camping y a las 8 de la mañana tenía 2200 pesetas / pese a ganar 2400 / no sé qué hice con las otras 200”.

Hace tres años, la poeta Louise Glück ganó el Nobel de Literatura. En efectivo representa 10 millones de coronas suecas (unos 900.000 dólares). El iris salvaje debería figurar entre los mejores libros del siglo veinte. En sus poemas hablan las pantas, las flores y el pasto. Hasta habla el cielo de noche y el campo abierto. Escribe: ¿Por qué atesoras tu voz / cuando ser una sola cosa / es prácticamente ser nada? 

Me ocurrieron cosas extrañas, algunas memorables. Una semana después de nuestra boda nos invitaron a cenar. Era una fiesta privada organizada por una amiga de mi cuñada. La casa era de un empresario del azúcar. Contrataron una banda de jazz. Hacía calor y nos sentamos afuera. Las luces de la piscina iluminaban el patio. Nuestro anfitrión tomó varias copas de champán y se puso pesado. Sin descanso llenaba nuestros vasos. Siete años atrás no teníamos ni para alquilar una casa propia y, de repente, estábamos casados y asistiendo a un banquete. El empresario me sacó conversación. Fumaba cigarrillos con boquilla y llevaba una camisa blanca de hilo abierta hasta la mitad. Me preguntó si en nuestro barrio se cortaba la luz. En verano era normal no tener luz por algunas horas, siempre prendemos velas, respondí. Entró a la casa, trajo una linterna con un cargador y me lo regaló. Dijo que se recargaba enchufándola. Era un reflector potente. La charla siguió. Me dijo que la familia siempre tenía que estar segura, por eso tenía un revólver grueso. Mientras lo escuchaba pensé que alguien que esconde un cañón en el cajón de las ropas teme perder algo, y tarde o temprano lo va a perder.

“Entre octubre de 1914 y octubre de 1915 mis ingresos totales sumaron cuarenta libras, diez chelines y cero peniques. La cifra me quedó grabada a fuego en la memoria”, cuenta Ezra Pound en una entrevista para The Paris Review. Lo insólito es que estaba viviendo con lo justo en el castillo de Brunnenburg, al norte de Italia. 

En esa misma revista, la novelista Dorothy Parker, ante la pregunta de una periodista sobre su fuente principal de inspiración, respondió: “La necesidad de dinero, querida”.  

Si la literatura es una mercancía, la lectura es un intercambio. No es tangible lo que puede dar la lectura, pero se hace visible bajo ciertas condiciones. En la novela La amante de Wittgenstein, David Markson presenta un mundo despoblado con una sola sobreviviente. La mujer, una pintora, recorre las rutas y los pueblos. Va cambiando de coche a medida que se queda sin nafta. Recuerda la vida a través de la literatura, la pintura y la música. El dinero ya no tiene utilidad. Lo importante es mantenerse caliente, encontrar un techo y lo que aún pueda comerse. Vive en los museos, quema libros y cuadros para mantener encendida la hoguera. Dice: “Cuando estaba loca, sobre todo, leía mucho”. Aislada de la charla, le queda la riqueza de la lectura. Dice también: “De vez en cuando, cuando no estaba loca, me volvía poética”. 

En su biografía sobre H. P. Lovecraft, Michel Houellebecq lleva este intercambio monetario al extremo: “Cuando uno ama la vida, no lee”. La pobreza, el aislamiento y la soledad hacen emerger la verdadera riqueza de la literatura. Pero no se confundan, ésta es una riqueza que se encuentra y se abandona.

Raymond Chandler, creador de novelas policiales, le escribió en una carta al publicista y representante Hardwick Moseley: “Necesito dinero, dinero en efectivo, no activos. Lo necesito porque desde hace un año y ocho meses estoy manteniendo a mi secretaria australiana y sus dos hijos”.

Qué tipo raro fue William Faulkner. Y qué raros sus libros. En Mientras agonizo le hace decir a Peabody, el médico quejoso: “Maldito dinero. ¿Ha oído alguna vez que yo haya estado presionando a alguien para que me pagase?”. Y escupe toda su amargura: “Éste es el problema de este país: todas las cosas, el tiempo, todo… dura demasiado. Como nuestros ríos, como nuestras tierras: opacas, lentas, violentas, moldean y crean la vida del hombre a su ensimismada e implacable imagen”.  

Más de mil páginas tiene la biografía más importante sobre James Joyce. Richard Ellmann cuenta que fue un tipo difícil, en extremo neurótico, que malgastaba la poca plata que tenía la familia. Las primeras décadas del siglo veinte fueron penosas para los Joyce. En 1920 le escribe una carta a Pound para que lo ayude a encontrar trabajo o un mecenas: “Vivo en un piso con otras once personas y me ha costado mucho esfuerzo encontrar el tiempo y la paz suficientes para escribir los dos últimos capítulos (del Ulysses). Llevo puestas las botas de mi hijo (que calza dos números más que yo). Un traje cuesta 600 a 800 francos, una camisa cuesta 35 francos. Mi salario es de cerca de 3 chelines por hora, seis horas a la semana. Voy a dejarlo, porque pierdo tiempo y me agota los nervios. Tengo que terminar mi libro en un lugar tranquilo aunque para ello tenga que vender los muebles.”   

Uno de los cuentos más angustiantes que leí lo escribió Raymond Carver. Se titula El elefante y trata sobre un hermano que le presta dinero a otro para pagar la casa. Habla de la madre de ambos, su ex mujer y su hija. Nunca se nombra al dichoso elefante, pero a medida que iba leyendo me sentía más sofocado, más ansioso, más atrapado. Cuando llegué el final del cuento sentí que tenía un elefante encima. Nunca lo volví a releer, no me siento preparado.

Cada siete meses iba a la peluquería donde me cobraban barato. Me relajaba que me lavaran y enjuagaran la cabeza. La peluquera se teñía de rojo vino y le apestaba el aliento. A veces me dormitaba mientras me masajeaba el cuero cabelludo y el lenguaje mental se volvía una confusión cálida, una moneda de cambio y allí, en esa silla de peluquera, solía viajar a tierras lejanas donde todo era regocijo y promesas que no se cumplieron. Dormitando, recordaba días bravos y días mansos donde renunciaba a mis trabajos sin saber dónde dormiría a la mañana siguiente. Quizá en un prado halle mi cama, me decía, un prado donde los caballos no tienen corazón y son lo que son: caballos con alas, que vuelan hacia mí, yo, que dejé de vivir y lo hecho, hecho está. Me decía: No tiene sentido reclamar ahora. El que reclame su tumba tendrá su día desamparado, el que reclame su cielo encontrará una hipótesis errada. No hay otro sitio, sólo éste, ahora.

Carver también fue un poeta notable. En La billetera de mi padre cuenta que fue con su madre a reconocerlo en la morgue. Les dieron las pertenencias, que incluía la billetera. Con los billetes que había dentro pagaron parte del entierro. En Miedo enumera: “Miedo a tener que identificar el cuerpo de un amigo muerto. Miedo a quedarme sin dinero. Miedo a tener demasiado, aunque la gente no creerá esto”. 

Hace quince años, un domingo a la mañana mi hija andaba en bicicleta por la vereda. Fue hasta la esquina. Volvió y dijo que unos señores del asilo necesitaban ayuda. Me acerqué, había un viejo agarrado al alambrado. Llevaba gorra roja, una camisa vieja y de la pierna derecha del pantalón le colgaba un pedazo de tela. Hablaba muy bajo, como una canción dulce y rota. Me pidió que le comprara caramelos de miel y dulce de leche. Me pasó un billete de dos pesos doblado con una moneda de cincuenta centavos dentro. Le pregunté si compraba caramelos por toda esa plata. Sí, dijo. Crucé al kiosco. Volví y le pasé de a uno los caramelos por el agujero del alambre. Agradeció y mientras se iba balbuceó algo sobre su esposa y un abogado.

Nos quedamos con Zoe un rato al sol.

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