La di-sección del cuento

Sufrir por el padre con Juan José Millás

Por Virginia Feinmann

Amigo, amiga, sentate. Bajá los hombros, respirá hondo. Vas a leer un cuento. A partir del tercer minuto van a disminuir tu ritmo cardíaco y tu tensión muscular. Se activará tu memoria de corto y largo plazo. Reducirás el estrés de la vida diaria en un 68%. Mejorará la calidad de tu sueño. Se expandirá tu vocabulario y tendrás más fluidez de lenguaje y agilidad mental. 

Pero si REALMENTE querés completar la experiencia, después volvé que lo analizamos acá, en “La di-sección del cuento”. Hoy   “El brazo derecho de mi padre” de Juan José Millás (https://bit.ly/3lSkGht)

Esta es la historia de un afecto que llega mal y tarde. Pero Millás no nos explica nada de eso. Decidió narrarla a través de un objeto visible. O más bien invisible, ya que se trata del brazo amputado, faltante, del padre.

Muchas veces usamos objetos para narrar. A mí en particular me gusta usarlos para evitar la adjetivación excesiva, trillada, cansadora, explícita, didáctica, obvia, uy cuántos adjetivos.

En ficción breve, en lugar de decir, por ejemplo: “Siempre que yo tenía un problema, papá se evadía en vez de ayudarme”, me gusta decir: “Siempre que yo tenía un problema, papá decía que necesitaba comerse un bife de chorizo”. Creo que me ahorro bastantes adjetivos con eso. Y suscito más sentidos. 

Sí, podemos dedicar un par de renglones a quienes se hayan quedado pensando en los sentidos: un padre fóbico, negador, evasivo, ansioso, compulsivo, morfón, varón macho argentino gustador de la carne, predador, primitivo, sanguíneo, presión alta, que se mueve mejor en el mundo de la materia que en el de las emociones, poco empático, poco espiritual, poco receptivo a lo sutil, sin sensibilidad para conectar con los problemas de la hija, prefiere atiborrarse a angustiarse, etc. Claro que no íbamos a decirlo todo.

Millás tampoco explica (ni adjetiva en exceso). Sin embargo, en este cuento el uso narrativo que le dio al objeto es otro, que también me encanta y que él sabe hacer muy bien. Quizá no sea casual que el título del libro en el que apareció sea “Los objetos nos llaman”.

Es hermoso tomar un objeto y hacer que la trama pase por él. Hay un cuento de Claire Keegan –lo vamos a diseccionar también– en el que al principio las ciruelas, que maduraron, marcan el paso amable de las estaciones. Es la vida plácida de Betty, que pronto podrá hacer mermelada. Ante la invasión de su hermana, las ciruelas van cambiando y hacia el final, ya furiosa y con la necesidad de defender su casa, Betty guarda los frascos de mermelada “como municiones”. 

Lydia Davis también lo hizo en “El calcetín”, donde la media gastada que el ex marido olvidó en la casa de la ex esposa cifra la vida doméstica en común, la intimidad compartida, y desata en la mujer la evocación de algo tan tierno como irrecuperable.

Acá Millás también “cargó” el objeto, como se cargan las armas, como se cargaron las ciruelas para transformarse en municiones. Lo cargó de un significado que excede al objeto mismo. Acá el brazo derecho faltante del padre es, por desplazamiento, la falta de afecto, la falta de un abrazo cuando se lo necesitó y el rechazo a recibirlo cuando se lo tuvo. Como dijimos, un afecto que llega mal y tarde. ¿Traducimos en cada caso? 

Mi padre no se dio cuenta de que apenas me había abrazado hasta que perdió el brazo derecho. Yo le miraba el brazo que no tenía. Aquel empeño no me facilitó ninguna conclusión, pero sí una cantidad de extrañeza, que por la noche intentaba digerir inútilmente = Por más que me esfuerzo, no logro entender por qué no fui querido. Y no haber sido querido, aunque lo intente, me resulta imposible de soportar, de tragar, de digerir. 

Quería preguntar a mi madre qué habían hecho con el brazo amputado de papá = Quería preguntarle ¿adónde fue su afecto, a quién se lo dio, adónde fue esa energía amorosa que no me dedicó a mí?

El vacío de su brazo quedó cubierto por la manga de sus camisas. Yo no podía dejar de mirarlas porque me atraían fatalmente = No consigo resignarme a la falta de amor. Vuelvo siempre de un modo u otro, como en una atracción fatal. 

Mi madre me dijo en un aparte que debía controlar aquella forma de mirar porque a mi padre le hacía daño = Esta es la madre que avala, que justifica, “bueno, ya sabés cómo es papá”, “dejalo, no le exijas”, “le hacés mal”. 

Durante esa época decidí ser ambidextro para no padecer las penalidades de mi padre en el caso de que sufriera una desgracia como la de él = Yo no voy a repetir, yo no voy a ser igual que mi papá. Si alguna vez tengo hijos, no les voy a hacer lo mismo.

Lo que mi padre llevaba peor era no haberme abrazado antes. Cuando estábamos solos, me pedía que me acercara, me rodeaba el cuerpo con el brazo izquierdo y colocaba la manga derecha de la chaqueta de tal modo que pareciera que tenía un brazo dentro, mientras yo intentaba librarme de él = Esta escena bizarra y tensa es la del afecto forzado, no espontáneo. Un padre a quien no le sale naturalmente querer a un hijo y de pronto cae en la cuenta de que debe quererlo. Así de aparatoso es el intento. Y el hijo no valora el esfuerzo sino que está incómodo y quiere escapar. Ya es tarde para que lo repares, parecería estar diciendo.

Pero no podía porque me sujetaba fuerte, y no con el brazo izquierdo sino con el que le faltaba. Por ese brazo inexistente me sentía yo atrapado = El daño ya está hecho, no puedo librarme. Y lo que registro no es el brazo izquierdo, el amor que intentaron darme pese a la adversidad, sino el derecho, el amor que no me dieron. 

Pero además ese daño no quedó en el pasado. Todavía lo estoy.

Entre el resto del cuento y estas tres palabras hay un salto de ¿30? ¿40? ¿50? ¿60? años. Cada unx puede ponerle el tiempo que quiera, lo cierto es que nada cambia, que en este cuento de Millás, mediante su operación de metonimia y sus tres palabras finales, el dolor de no haber sido queridos jamás se termina. 

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