Sos todo lo que está masomenos

Por Mariano Quirós

Estábamos en Casilda, Santa Fe, y en plena sobremesa el poeta Osvaldo Bossi se quejó de que lo elogiaran con la fórmula “sos todo lo que está bien”. Alguien, al parecer, se lo había dicho en Facebook. “No hay peor halago”, dijo Osvaldo. Entre los comensales estaba también el poeta Yamil Dora, que además era organizador del encuentro (Festival de la Palabra, si mal no recuerdo).

Un par de horas antes de aquel almuerzo, en la vereda de un bar casildense, Yamil nos había contado a Beatriz Vignoli y a mí la historia de La Africanita, el cabaret que su padre había regenteado en los años setenta. Nos contó de la aprensión, pero, sobre todo, nos contó del magnetismo que el cabaret provocaba y ejercía sobre el pueblo, entre la gente de bien y entre la gente de mal, que en definitiva, con sus matices —y como enseñaba Osvaldo Bossi con su queja—, es siempre la misma gente.

“Tenés que escribir eso”, le pidió Beatriz Vignoli a Yamil Dora. 

Es el impulso de siempre, cada vez que escuchamos una historia que nos parece asombrosa. Tenés que escribirla, tenés que contarla. Como si fuera tan fácil, como si quisiéramos hacerlo, como si no quedara otra. En realidad, es el deseo que tenemos de contar nosotros mismos esa historia, el deseo de adueñarnos de la cuestión. Orlando Van Bredam decía que, cuando escuchaba una historia de ese calibre, le pedía permiso a su dueño, a su protagonista o al eventual narrador oral. “¿Me la puedo quedar?”, pide Orlando, como si fuera un mendigo.

No llegué a pedirle a Yamil Dora que me cediera la historia de La Africanita nomás porque no tuve tiempo, porque él mismo se apuró a decirle a Beatriz Vignoli que ya la tenía escrita y que estaba en vías de publicarse. Maldito Yamil, pensé, maldito mi padre que nunca tuvo el tino de regentear un cabaret.

Como no podía ser de otra manera, La Africanita (CR ediciones), la novela que Yamil Dora escribió a partir de sus recuerdos de infancia, es una delicia. Es todo lo que está bien y todo lo que está mal, como pide el poeta Bossi.

Es la historia de un niño que, entre otras cosas, no sabe cómo explicar de qué trabaja su padre. Porque intuye que el trabajo de su padre no es, lo que se dice, un trabajo normal. A la maestra se le ocurre un día que sus alumnos pasen al frente a dar cuenta del trabajo de sus padres. El narrador de La Africanita percibe entonces, por primera vez, que algo no está del todo en orden. Y sale del paso con una mentira, convirtiendo al cabaretero del pueblo en un más apropiado y aceptable kiosquero. (Me pregunto de todos modos qué artilugio utilizaría el hijo de un abogado, de un escribano, de un martillero, para dar cuenta de esos oficios tan resbaladizos como abstractos).

Quizás por el candor, por la luminosa inocencia desde donde está narrada, es que La Africanita deslumbra como lo hace. Por la fatalidad, por la resignación con que el narrador, cuyo nombre es Yamil, se rinde a dar cuenta —¿o a rendir homenaje?— a lo que le tocó en suerte. Somos lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros, reza un conocido y tedioso mantra.

Si algo somos, es un rejunte de fragmentos. Y así es como arma Yamil Dora sus novelas, valiéndose de coletazos de la memoria que, hechos un puñado, ovillan una historia. Como hacemos todos, podría decirse; el tema es que Yamil Dora dispone esos fragmentos como al azar, como si los arrojara sobre la página, sin el orden elemental. Asume algo que sabemos hace rato: que no hay pasado, ni presente, ni futuro. Asume que La Africanita —con el enorme cartel de la Mulatona en la entrada— mantiene sus puertas abiertas.Otra cosa que todos sabemos es que la literatura no nos hará mejores. Lo dijo hace poquito Ana María Shua (lo dijo un montón de gente, en realidad, pero a ella se lo leí la última vez): “La buena literatura es ambigua, perturbadora, es el lugar de los malos pensamientos”. Como La Africanita, como pide Osvaldo Bossi, es todo lo que está masomenos. 

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