Sobre la vida de algunos poetas chinos

<b>Por Lucas Brito Sanchez</b>
<b>¿Dónde comienza y termina una región? ¿Dónde comienza y termina una lengua? Las obras de Marina Closs plantean esas preguntas de manera bella, singular y extraña.</b>

Por Lucas Brito Sánchez

Esta es una historia real. Al menos tan real como el miedo. Dieciocho años atrás (y esta exactitud la puedo demostrar) entré en contacto con textos que hoy me resultan distantes. Mi ingreso a la poesía china, y a gran parte de la literatura oriental en realidad, coincide con un periodo de depresión. Una crisis nerviosa que me dejó pesando sesenta kilos. Ayudado por sedantes obtuve cierta calma. Pude concentrarme, pude leer palabra por palabra. En aquel tiempo el miedo a morir se agazapaba en mi puerta y esta literatura hablaba de ese miedo y de lo absurda que es la valentía.

Comencé con textos del cristianismo antiguo y llegué a una curiosa compilación de literatura china. El libro se llama La importancia de comprender y lo escribió Lin Yutang. Lo compré usado en la desaparecida Librería Raimondi. Lo vi en un estante, lo hojeé y supe que era para mí. Impreso por Sudamericana en 1961, es un objeto curioso: no tiene una contratapa que resuma o guíe y no tiene refilado (el acabado de un libro, lo que empareja los bordes una vez que pasa la guillotina). Su encuadernación está cosida, por eso llegó hasta 2022 casi intacto. ¿Y qué decir de su contenido? Asombroso, como mínimo. 

La importancia de comprender abarca varios siglos de cultura china. Sus 450 páginas incluyen fragmentos de novelas, cartas, poemas, diarios, ensayos, epigramas, reseñas de costumbres, leyendas y normas de conducta. Hasta hay un texto que dedica varias páginas a la descripción de una pintura. La desprolijidad y simpleza de la edición siempre me atrajo. Ahí conocí a poetas como Li Po, Su Tungpo, Tu Fu, Po Chuyi, Wang Wei, Chuangtse, Tao Yuanming.           

El libro tiene, además, consejos sobre la forma de dormir, recetas de cocina y hogar. Sin fotos, sin ninguna imagen. Como si el autor hubiese apelado a la fuerza inaudita de la literatura. 

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La antigua poesía china nació de un hastío sin igual en la historia. Estos poetas, famosos por sus versos despojados, alguna vez pertenecieron a la sociedad. Escribieron en el exilio y tuvieron cargos menores en el Estado. Tuvieron rutinas aburridas. La mayoría se casó. Y luego se alejaron. 

Son escrituras de rechazo a modos de organizar la vida. No quisieron lo que su época les ofrecía y, de cierta manera, crearon una corriente de vagabundos universales que esperan el momento adecuado para abandonar las ciudades. 

La poesía, la pintura china, el budismo y el taoísmo (estas cuatro puntas se unen) echaron raíces en los jóvenes norteamericanos de la Costa Oeste. Jack Kerouac le dio fama entre el hipismo, la puso de moda, pero fue su amigo el poeta Gary Snyder quien llevó el tema a lugares más filosóficos y estéticos que la simple representación “de lo natural”. 

Cuando Snyder habla de las montañas no lo hace sólo con la mente. Escribió en sus apuntes: “Cuando era un chico de nueve o diez años me llevaron al Museo de Arte de Seattle y la pintura de paisajes china me deslumbró más que cualquier otra cosa que hubiera visto antes. Vi en primer lugar que parecían verdaderas montañas, como las que llevaba en mi corazón. Eran montañas del espíritu y estas pinturas penetraban en otra realidad que era igualmente la misma y a la vez diferente a la realidad de las montañas”. 

La literatura como una extensión notable, no cualquier meseta. O la vida como un capítulo extenso de la literatura. Así, pienso, debería leerse esta poesía. No como un instante de belleza sintáctica sino como la irrupción de la mirada, única e irrepetible. Una fractura. Una conmoción. La distancia. Lo que importa es lo que está ocurriendo alrededor, las edificaciones de lo real que le otorgan peso. ¿Por qué eligió mirar ahí y no otra cosa? ¿Por qué prestó su oído a las aves y no a los disparos de guerra en los campos de caza? 

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Pasé gran parte de mi vida evitando los malos pensamientos. La violencia nace en épocas antiguas, antes de tu nacimiento y del mío. Un día se presenta y se adhiere a tu familia, a tus amigas y amigos, a tus hijas e hijos. Es una viscosidad negra que no se quita ni con cien lavados. Nuestros mejores esfuerzos están puestos en evitar lo inevitable.

“El río de la locura” se titula uno de los textos que más me conmueven de la compilación de Lin Yutang. Lo escribió el ex funcionario Liu Tsungyuan (773-819) en el destierro. En él se dedica a ponerle el apodo de Locura a su hogar, al río, a las piedras, a la tierra, a una laguna, a una mansión, a las montañas. En suma, todo lo que lo rodea está impregnado de locura. La locura es su soledad, pero es también la necedad del emperador censurando una opinión diferente. Dice Liu sobre el lugar: “El nivel del río es muy bajo y sus aguas no sirven para el riego. La corriente es demasiado rápida y hay muchas rocas en medio del cauce para que puedan navegar embarcaciones grandes. Además, es un río demasiado estrecho y poco profundo para que lo elijan como escondite los dragones que gobiernan las lluvias y las nubes. Por tanto, no proporciona beneficio alguno al mundo, exactamente como yo”.   

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No toda esta literatura fue escrita bajo el signo de la solemnidad. Se sabían reír de ellos mismos, lo que indica un interesante grado de salud en su arte. Algunos se volvieron locos también, locos en serio. Gente tocada de la cabeza, sin chance ni futuro. Descubrieron ese punto de no retorno, esa confirmación amarga de que la existencia acarrea un tedio concreto. Y ahí es donde resplandecen estos poetas chinos, ahí es donde los sigo hasta el fin, emborrachándose y hablando con las plantas, caminando días enteros, parando para dormir si hay sueño y para comer si hay hambre. 

De forma sencilla dicen que todo lo que ayudamos a crear, lo que saboreamos, fantaseamos y destruimos es una completa nada. No hay forma de acampar para siempre en la ilusión, como en este fragmento del campesino Tao Yuanming que vivió entre el año 365 y 427 de nuestra era:

La vida humana no tiene raíces,

flota como el polvo del camino.

Se dispersa perseguido por el viento impulsivo;

el cuerpo no habrá de ser duradero.

Empecé tomando notas sobre poetas chinos en un cuaderno de ochenta hojas con renglones, hecho en China. La ansiedad fresca y limpia de llenar cuadernos. Simplemente miremos este espectáculo, el hundimiento. 

Hay tanta soledad en esos textos que no cuesta imaginar la forma en que ahuecaban los labios para dejar entrar y salir el aire. Siestas largas silbando a los pájaros, escupiendo semillas. Mi corazón está con ellos, busca lo que ellos buscaron.

A pesar de los días llenos de tareas inútiles y del cinismo edificado por los gobiernos del mundo, insistieron en la riqueza del presente. Me gusta la música que hicieron los poetas chinos, sus quejas, su desamparo. Rastros del vacío perfecto en medio de la insaciable necesidad de llamar la atención que hoy padecemos. Usaban el lenguaje, lo desencadenaban, lo hacían hablar. 

Resulta de lo más tentador tomar seriamente esta propuesta de volcarnos a la vagancia y que a la felicidad se la lleve el diablo. Seamos honestas y honestos: ¿quién, en el siglo veintiuno, es completamente feliz solo con su trabajo, su casa, sus deudas y su matrimonio? 

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