Señales de una noche

Por Karen Dellamea

En días extraños, Formosa regresa a mí a través de un recuerdo breve, pero muy claro: estamos cruzando el Bañado la Estrella con papá, es de noche y la prisa nos empuja porque se avecina una lluvia y, Dios sabrá, quedarse varados en medio del Bañado con agua es algo impensable. 

Viajábamos en un Gol GTI modelo 2000, blanco y sin polarizar. Un auto, como mínimo, inadecuado para cruzar (cuando el agua lo permite) un humedal de tierra reseca. A papá el auto le quedaba chico. Manejaba encorvado hacia delante, como lo haría un gigante adentro de un auto de payasos. Yo era chica, habré tenido unos seis años, y ese era mi primer viaje a Formosa. Mejor dicho: era el primer viaje autorizado por mamá ya que, en ese momento, los ataques de asma no me dejaban en paz y ella temía que uno de esos ataques me encontrara en pleno desierto de tierra y sin señal. 

La secuencia en mi cabeza es similar a la del comienzo de Mulholland Drive, de David Lynch: la misma ruta siempre, en movimiento, y alumbrada por las luces del vehículo. A partir de ese momento, los futuros viajes a Formosa (y fueron muchos) tendrían este efecto, el de un viaje sostenido en la noche.

Claro que viajar hacia tierras inhóspitas (en ese momento inhóspitas, hoy en día al Bañado lo cruzan unos dos kilómetros de puente de la ruta 28) tiene sus peligros. Yo no sería tan consciente de eso hasta ser más grande. En una ocasión, hicimos noche en Las Lomitas; el pueblo celebraba algún festival, no recuerdo cuál, y lo hacía en todo su esplendor: kilómetros de asado a la estaca, conjuntos de folclore, y un centenar de personas que entraban con silletas plegables, canastos y conservadoras. La noche era pura algarabía, todo era baile, bebida y sapucay. Con papá nos fuimos a dormir temprano porque al día siguiente seguíamos viaje. Una vez emprendida la marcha, de madrugada, nos topamos con los vestigios del festejo. Nuevamente la imagen es muy clara: un pibe, a lo lejos (dos o tres cuadras), caminaba en zigzag, solo y sin remera, con jean, cinto y zapatillas puestas. Era verano y el sol iluminaba todo. Salíamos del pueblo dormido a una velocidad mínima, como para no despertarles. Íbamos hacia la salida y el pibe venía en sentido contrario. Papá iba con los vidrios bajos y a mí el cuerpo se me tensaba a medida que la distancia que nos separaba se acortaba. Lo que sigue transcurrió en meros diez segundos: el pibe se apoyó sobre la camioneta (en marcha) y balbuceó algo. Fue entonces que vi sus ojos, él estaba transpirado y su mirada estaba llena de agua y de unos brillitos que me transmitieron una tristeza profunda. Pensé que quería decirnos algo, pedirnos ayuda. Le pregunté, desde mi asiento, si estaba bien. Él se enojó (creo) y pegó un manotazo sobre la chapa. Seguimos andando, así, despacio, y me di vuelta para verle. Seguía parado en medio de la calle de tierra y brillando a través del sol. Me acomodé en el asiento y pensé en esa mirada durante el resto del viaje (todavía pienso en ese pibe).

A la vuelta, de regreso a casa, cruzábamos el Bañado de noche, el cielo refusilaba, pero nosotros no teníamos apuro, no íbamos a quedarnos varados, ahora teníamos el puente. Era mi turno de manejar, papá dormía al lado. Gendarmería. Control. Nos hacen bajar, nos revisan todo, incluso los asientos, los bolsos. Antes, nos preguntan: “¿Qué traen?”. “Ropa sucia”, le respondo. “Disculpen, no son ustedes”. Nos dejan pasar. Sigo manejando, con la tensión de la noche, los relámpagos y el “esperamos otro vehículo” de fondo. 

Todavía no llegábamos a casa y ya tenía la sensación de que era un viaje raro

Unos kilómetros más adelante, en plena oscuridad, veo que unas luces titilan al costado de la ruta. No logro identificar qué o quién las hace titilar. Pero el llamado es más insistente a medida que nos acercamos. Lo despierto a papá y le digo: “Nos están haciendo seña, ¿freno?”, “Ni en pedo”, me responde. Pasamos de largo y veo por el espejo retrovisor que las luces se apagan. Papá se queda despierto un rato más, mira hacia adelante, concentrado. Él sabe que hay llamados a los que no se les contesta. 

La oscuridad vuelve a cubrirnos. Ninguno de los dos dice nada. 

Esa noche, en la ruta, pienso en qué me habrán querido decir todas esas señales. Nunca lo supe, pero sigo pensando en ellas.

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