Los planetas fríos
Sebald, los comienzos

Por Lucas Brito Sánchez
Caminé dieciséis cuadras en línea recta y pensé mucho en Sebald. Del centro de Resistencia a casa me crucé con perros de distintos tamaños y colores. Uno me salió al paso y el dueño lo frenó: “¡Callate, andá para adentro!”.
La arquitectura de Los anillos de Saturno (1995) es monstruosa. El caso de este escritor es extremo. Pertenece a una nación de gente dedicada. Virtuosos con el lenguaje hay muchos en Alemania, pero no leí a ninguno con este estilo. No se puede negar que tiene un don y lo sabe usar. Se asemeja a un compositor clásico: comienza con tonos bajos y va creciendo, sube y se instala en lo alto; repica, aletea, para luego bajar y volver a subir. El tipo es su propia orquesta.
Sebald maneja a la perfección la técnica del collage. Cose párrafos con procedimientos simples y resultados impecables. Dice: “Este oscurecimiento me recordó que hacía unos meses había recortado un artículo…”; “Todo esto me recordaba la historia de San Marcos Evangelista sobre la región de los gerasenos…”. O este: “Sin concederle importancia, igual que una vez que, como prueba de valor, me tumbé sobre el tejado…”.
No concebía la escritura sin imagen. Todos sus libros tienen fotos o facsímiles. Algunas de esas fotos son realmente tétricas: casas que parecen embrujadas, gente detenida en el tiempo, fosas comunes.
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Sebald es también el escritor de los comienzos: sus libros empiezan y no terminan en el punto final ni en la última página. Su tema es plural, su interés está puesto en las cosas, en vidas y en biografías de objetos y en las personas que inyectaron vida a esas cosas. Sus libros ayudan a refutar la experiencia. Anula lo real a través de simplemente vivirlo, de apropiarse de recuerdos. Todo se vuelve amable en su caos.
Así comienza Campo Santo (2003): “En septiembre del año pasado, durante unas vacaciones de dos semanas en la isla de Córcega, bajé una vez con un autobús de línea azul por la costa occidental hasta Ajaccio, para echar una hojeada a esa ciudad, de la que nada sabía salvo que en ella nació Napoleón”.
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Del natural (1988) fue su único libro de poesía. Escrito en alemán, traducido al español e impreso en Barcelona llegó a la Argentina y, a través de una caja en un camión, pasó a los estantes de una librería de Buenos Aires. Lo compré por internet y, envuelto y en las manos del cartero, viajó al Chaco. Lo leí y lo guardé.
Y un día necesité unas cosas y se lo cambié por mil pesos a un psicólogo y lector que disfruta de los buenos libros. Con ese dinero compré una ensaladera de acero, un sacacorchos y dos copas de boca ancha que pueden lavarse con facilidad. En las que tenía me costaba meter la esponja.
Del natural habla de los cuadros que pintó Matthias Grünewald. El día que vendí el libro estaba frío y, luego de la venta, caminé hasta casa. La decisión fue menos impulsiva de lo que parece, ya que a Sebald le gustaba caminar: sus mejores escritos empiezan con un cuerpo dando unos pasos.
Nadie camina como él. Si caminando encuentra una lata, le recuerda al lugar donde estaba emplazada la fábrica que comercializaba esa lata y, a su vez, a un trabajador que estuvo ahí durante años diluyéndose en un trabajo aburrido de un pueblo perdido.
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La literatura que me gusta es la que me hace conocer algo que nunca me hubiese molestado en averiguar. Winfried Georg Maximilian Sebald nació en el estado de Baviera en 1944 y murió en 2001 en Norfolk, Inglaterra. Una vez, hablando con Pablo Black, le comenté mi asombro por este tipo de prosas. “Pero para escribir así, tenés que saber tocar”, respondió. Quienes conocen a Pablo saben que puede resultar parco y a la vez tierno. Es casi un alemán.
Así comienza Los emigrados (1992): “A finales de septiembre de 1970, poco antes de tomar posesión de mi cargo en la ciudad de Norwich, en el este de Inglaterra, partí con Clara en dirección a Hingham en busca de casa”. Sebald nunca propone un solo tema. Habla de lo que se le canta el culo. Y lo hace de forma magnífica. Su forma es lo que me interesa.
Aquella mañana fría que ahora rememoro, de camino a casa cambié de vereda y evité el trayecto que habitualmente hacía. Pasé por una carnicería y compré dos bifes anchos. Con eso y otras bolsas, cuando entré en casa, me senté y me pregunté si lo que iba a transcribir al cuaderno, si toda esta aventura, era realmente una historia, si esta manera de caminar y respirar era un relato digno de ser escuchado.
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