Rezo por Closs

Por Mariano Quirós

Si el mundo se manejara desde el sentimiento y desborde que propone el indio Overá, es probable que el mundo fuera muy parecido a este mismo mundo nuestro. Aunque contemplado, el mundo, desde la dulzura de una alucinación. Overá es uno de los protagonistas de La despoblación, la última novela publicada hasta la fecha por Marina Closs (1990, Aristóbulo del Valle, Misiones). Intensa, graciosa, plena de aventura, La despoblación se acopla con naturalidad a una obra que, para no dar vueltas, podríamos llamar simplemente rara. O maravillosa. O buenísima. 

En La despoblación también brillan el padre Antonio Ruiz y su compañero el padre Jesús Maceta. Viven en una misión jesuítica junto a indígenas que, como ellos, habitan un permanente estado de revelación. Todo es novedad a ojos y corazón de estos personajes. Todo es arrobamiento, entrega y devoción. (“El mundo fue creado para que el hombre alabe a Dios”, anota, afiebrado, el padre Antonio Ruiz, que al menos una vez por día siente la necesidad de flagelarse en nombre de Dios). La llegada del indio Overá a la misión volverá aún más desesperante y extremo el misticismo: “Soy el hijo de Dios”, anuncia Overá. Y quién, con qué herramienta y argumento, es capaz de negárselo. 

Nuestros héroes no abandonarán ese estado de conciencia ni siquiera ante el avance de los “mamelucos”, desde territorio brasilero; un avance que les traerá un verdadero alerta y la necesidad de emprender la huida. 

Marina Closs ya había arriesgado un ánimo similar en Trabajos de sed y hambre, especie de recreación de los diarios del conquistador Álvar Núñez Cabeza de Vaca, a quien suele señalarse como el más aventurero, más loco y, por qué no, más divertido de los conquistadores españoles. Aprovechándose del mito, de aquellas historias plagadas de brutalidad y misticismo, Marina Closs ensayó una reversión que bien puede mirar de frente y desafiar la desmesura del Herzog de Aguirre, la ira de Dios

Iracundo, ya que de ira hablamos, respondió el espectro –que no el espíritu– del mundo literario cuando en 2020 Marina Closs publicó una, por así decirlo, simpática diatriba contra Juan José Saer. Está buena también la diatriba y vale la pena leerla (https://www.eternacadencia.com.ar/blog/ficcion/item/bienvenida-a-saer.html). Es pícara, inteligente, y más de unx pavotx pisó el palito (mal) y contestó donde no le llamaban, y con los pelos de punta.

Después, o antes, está Tres truenos, el primer gran golpe de Marina Closs. Con Tres truenos ganó el premio del Fondo Nacional de las Artes e impuso la lírica todo terreno que atraviesa el resto de su obra. Tres mujeres muy distintas entre sí –los tres truenos— que narran sus historias, sus peripecias. Lo hacen con un candor que no deja de inquietar, que empuja a la vez que atora el lenguaje. Siempre con el espíritu arriba, comiéndose los talones, y mucho más, del cuerpo.

-Muchos personajes tuyos sufren, padecen, o disfrutan alguna forma de espiritualidad intensa que los hace fascinantes. ¿Es un signo de confusión, de convicción o de alguna otra cosa? 

-De convicción seguro que no, porque creo que son personajes bastante vulnerables. ¿Quizá quieren aparentar convicción? Pero igual no lo logran. De confusión, sin dudas, porque creo que, en el fondo, es lo único que pasa. Diferentes estados de confusión tratando de explicarse, congeniar u oponerse ante otros similares (¡o muy diferentes!) estados de confusión. Algo así me parece a mí la estructura del mundo.

-Vos reivindicás siempre cierta narrativa ligada a la lírica –autoras como Sara Gallardo, Margo Glantz–, y das a entender que tu escritura avanza en esa búsqueda. ¿Pero no hay también una búsqueda de la aventura, ganas de narrar aventuras? 

-Sí. Es justo lo que creo que no sé hacer: contar una aventura. Porque además es un tipo de literatura que nunca disfruté (de chica, mi libro favorito era Mi planta de naranja-lima, fulminantemente anti-aventuresco). Y yo pienso que, al no leer prácticamente ninguna novela de aventuras en mi vida, idealicé un poco el género: me pareció que era algo con lo que yo podía experimentar (ya que no tenía una idea muy exacta de en qué consistía). Igualmente, creo que la parte de la aventura nunca me sale. Más bien, es como que armo el escenario de la aventura y pongo a la gente ahí, hablándose a sí misma, anotando cosas, asustándose, no queriendo mover un pelo, ensimismándose, paralizándose. Pero el escenario es de aventura. Eso también es lo gracioso.

-Hay escenas humorísticas, pasajes que sugieren cierta ironía sin por eso dejar de ser nobles con los personajes. ¿Ese humor es deliberado, algo que te interesa, o surge nomás como parte inevitable de las historias? 

-Depende. Yo una vez le mostré un par de cosas mías a un conocido (era la novela sobre Álvar Núñez) y me dijo que le gustó, pero que yo no tenía sentido del humor. Yo creo que después de eso, me traumé. Me volví medio payasa. Y cuando a veces me pongo a leer las cosas que escribía cuando era seria, me parece rarísimo. No me reconozco. Pero creo que puedo (muy facilmente) volver a ser muy seria. Me pregunto si va a pasar o simplemente es una posibilidad entre otras posibilidades. Mientras tanto, el humor me resulta la única forma posible de sentirme cómoda.

-¿Cómo fue, si es que lo hubo, el trabajo de documentación para La despoblación

-Fue bastante azaroso. La verdad es que yo voy encontrando lo que necesito en libros que a veces no tienen absolutamente nada que ver con el mundo sobre el que estoy escribiendo. Me doy cuenta de que lo necesito cuando lo encuentro. A veces ni siquiera leo pensando que quiero encontrar algo, y de pronto sucede y no me quedan dudas de que es lo que necesitaba. Entonces, en La despoblación, las fuentes van desde las canciones guaraníes hasta las crónicas jesuíticas y coloniales, sí, pero en verdad, pasando a veces por cosas totalmente ajenas y lejanas a esos dos mundos: Anastasia Tatí, por ejemplo, es como una prima hermana de la Rosa Luxemburgo de una novela que me encanta: Chevengur de Andrei Platonov. Para eso se llama Anastasia, para venir de ahí. Después, las anotaciones que escribe Antonio Ruiz tienen un granito de los aforismos de Kafka. Y Antonio Ruiz comparte con Kafka también esa especie de teoría religiosa sobre prestar atención. Overá, en cambio, está hecho de anécdotas que contaba mi abuelo. Es decir que mi trabajo de documentación, en general, descarrila continuamente. 

-¿Qué te sedujo de los diarios de Álvar Núñez como para mandarte esa recreación? 

-No tanto sus Comentarios (la crónica en la que narra su encuentro con Misiones), si no los Naufragios, que es donde cuenta sobre su estancia entre los indios de lo que ahora es el sur de Estados Unidos y el norte de México. Una estancia motivada por, justamente, un naufragio en el que se salvan solo él y un par de tipos más. A partir de ahí, ya entre los indios, pasan de prisioneros a comerciantes y, al final, a santones y curanderos. Después los rescatan y vuelven nomás a España. Pero cualquiera pensaría que una persona a la que le sucedió todo lo que Álvar Núñez cuenta en Naufragios no puede volver a la normalidad. Sin embargo, cuando leí Comentarios (que trata de un viaje posterior), para mí era casi como que volvía. Era la misma persona que, después de tener la vida más extravagante que uno pudiera concebir, simplemente se volvía una especie de conquistador más, bastante igual a cualquiera de los otros conquistadores. Me parecía que ese relato no le hacía honor al personaje que me había imaginado para el primer viaje. Y quise reescribir un relato del segundo viaje protagonizado por ese personaje que yo me imaginé para el primero. Además, estaba el español antiguo que, en ese momento, me parecía el futuro.

-¿Cómo surgieron esas tres voces, los tres personajes, de Tres truenos

-Cada una por su lado. Como ya respondí otras veces a esta pregunta, siento que tengo  que o repetirme o mentir. Preferiría mentir, así que surgieron de la pura realidad y son producto de mi esfuerzo por luchar contra la opresión de la heteronorma.

-¿Cómo es tu relación con Misiones? 

-Creo que mejora a la distancia. Hay situaciones del interior que me generan muchísima impotencia, casi desesperanza. No es que me las quiera olvidar (ni podría, si quiero), pero estar cerca implica también muchas veces estar bajo ese mismo poder contra el que uno quisiera hacer algo. Creo que alejarme me ayudó, al menos, a relacionarme literariamente con todo eso. Y, en el fondo, escribir es casi inventarse un poder. Aunque sea uno de acción lentísima, casi imaginaria.

-¿Cómo empezaste a escribir? ¿Cuál es tu camino de lectora? 

-De chica, me gustaba muchísimo leer, y creo que todo lector empieza enseguida (e inevitablemente) a hacer la mueca de que va a escribir algo. Yo creo que no me servía de nada (en mi contexto) expresar ante alguien que yo iba a escribir. Entonces lo que hice fue saltearme la mueca. Pero sí escribí. Solo porque soy ansiosa y siempre quiero pasar desfachatadamente a la acción. En verdad, creo que por mucho tiempo, hasta rezaba para escribir bien. De verdad me parecía terriblemente necesario.

-¿Leíste algo más de Saer? ¿Cómo te sentó el escándalo, por llamarlo de algún modo, que se armó con tu nota?

-Me sentó bastante mal, sobre todo porque yo ni siquiera sabía cómo funcionaba twitter, me parecía rarísimo que tanta gente gastase su tiempo y concentración en insultar a alguien que hablaba de literatura. Eso tenía algo inusitado: que la literatura pareciera un tema de discusión masivo y apasionante. Igual, había un montón de insultos mal dirigidos, como Alexandra Kohan que decía que yo solo quería llamar la atención: ¡como si escribir una nota sobre Saer fuese un camino corto al estrellato! Yo qué sé, eran raras las conclusiones. Fue una especie de avalancha histérica, pero cuando pasó me di cuenta de que yo seguía en el mismo lugar y, sobre todo, seguía escribiendo (que es lo más silencioso del mundo). Y la avalancha histérica ya estaba haciendo otras cosas ruidosas, convulsivas y fáciles de olvidarse.

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