Relajá 

Por Mariano Quirós

No hace mucho, en la Feria del Libro de Paraná, le pregunté a Eugenia Almeida si su disposición de ánimo era la misma al momento de escribir un policial como Desarmadero (su última novela publicada a la fecha) que un ensayo poético a la manera de Inundación. (Aclaro que hice la pregunta durante una presentación, no ando por la vida como un goma, quiero creer)

No recuerdo la respuesta de Eugenia, tengo pésima memoria (yo, que me jacto de ser buen lector), pero sí recuerdo su media sonrisa, cómo tomó aire antes de lanzarse a responder, seguramente de manera firme y brillante. Odio no retener ese tipo de información; puede que no sean temas interesantes –en el sentido, quiero decir, de que no tienen prensa–, pero ¿cómo hizo, por ejemplo, una persona como Carlos Busqued –amable, generoso y divertido— para escribir Bajo este sol tremendo, esa novela tan oscura que encandila?

Cuando escribe sobre Richard Yates, Rodrigo Fresán siempre hace mención al espíritu depresivo, al tormento que fue la vida de aquel escritor de quien, me dijo Germán Parmetler, si me apuran, es mejor que Fitzgerald. Leo a Richard Yates desde que Esther Cross tradujo Once tipos de soledad para Emecé. En alguna reseña Fresán recupera un testimonio de Richard Price sobre Yates: “Estaba amargado –decía Price–. Tenía todo el derecho de estar amargado. Estaba realmente amargado”. Richard Yates, entonces, estaba al menos tres veces amargado. Y cuatro, con la que acabo de agregar.

De niño, el protagonista del cuento “Él se lo buscó” jugaba a caer abatido por las balas imaginarias que disparaban sus amigos. Él era el mejor, no en morir, sino en recibir, en asimilar el disparo. “Me dieron”, decía y se dejaba caer like a rolling Stone. Por supuesto, con los años esa tendencia a dejarse caer se expandiría a, como suele decirse, cada aspecto de su vida. Un largo, interminable crack up.

Richard Yates manejaba muy bien el cuerpo de sus personajes. En la novela Desfile de Pascuas –también presentada como Las hermanas Grimes–, unos niños juegan en un parque. Cruzan corriendo bajo un travesaño de hierro y uno de ellos advierte que la altura de Emily, una de las hermanas Grimes, coincide con la altura en que ha sido dispuesto el travesaño en cuestión. En realidad, Emily es dos dedos más baja. Entonces a este niño se le ocurre que, si Emily pasa corriendo por debajo del travesaño, el efecto visual será sublime. A Emily le parece una buena idea y acepta el juego, sin percatarse de que, al correr, se elevará un par de centímetros por encima del suelo. El golpe contra el travesaño retumbará para siempre en la vida de Emily.

Como los golpes que Frank Davenport se hace pegar contra sus abdominales de hierro. Protagonista de El salvaje viento que pasa, Frank es un ex soldado de la 2da Guerra y poeta frustrado y, entre otras complejidades, le bastan dos copas para desafiar a quien quiera a una competencia de puñetazos en la panza. Lanzar un puñetazo contra el abdomen de Frank Davenport es como pegarle a una pared, y él lo sabe. Así es que sus contrincantes acaban siempre con algún hueso de la mano fisurado. Pero tantos golpes en el estómago –secundados por el alcohol y por otras frustraciones– al final traerán problemas. Empujan demasiado hacia arriba o demasiado hacia abajo.

A Yates le criticaban, cuenta Fresán, que fuese “escritor para escritores” y que escribiera siempre de lo mismo, historias románticas atravesadas por bajones anímicos y alcohólicos, puras caídas libres. Como si no se escribiera siempre de lo mismo, como si el trabajo de escribir no fuese, precisamente, ir siempre hacia lo mismo. En el prólogo que Esther Cross escribe para Once tipos de soledad dice una verdad rutilante: “Yates no es un escritor al que le preocupe hacerse notar. El error está en tomar por una falta lo que es un acierto y, sobre todo, una forma de ser narrativa”. De todos modos, y más allá de que Esther Cross hable de narrativa, puede que un poco más de notoriedad en vida hubiese atemperado las penas de Yates. Nunca lo sabremos.

¿Con qué disposición de ánimo escribía entonces Richard Yates? ¿Hasta qué punto se disfruta o se padece una escritura?

Como Richard Yates con sus personajes, Fito Páez maneja muy bien su cuerpo. Qué bien bailaba, como enloquecido, hacia fines de los ochentas. Qué bien le sentó bajar un tono, adquirir la mesura de un hombre mayor, en los últimos años. (¿Mesura, dije?). Como medio país, en el último mes vi la serie sobre Fito. Amo a Fito, claro que sí. Podría escribir mucho, en vano, sobre Fito y su serie. Pero la pregunta que me queda, después de ver a Fito en vivo tantísimas veces, después de ver sus conciertos por TV y por youtube –los viejos, los nuevos, los de siempre—, es por qué prescindieron en la serie del humor, de la arrogancia y de la soberbia de Fito. ¿Siempre la pasaba mal? ¿Siempre todo era tan denso a su alrededor? ¿Incluso cuando iba de fiesta? Hasta el Charly García que parodia Andy Chango se da cuenta y le dice: “Relajá, Fito, estamos en Río”. Pura vida, Fito querido.

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