De Nadie Extrañaba la luz, editorial Alto Pogo

Quince paladas de nieve, un cuento de Sergio Gaiteri

Viajamos con Mónica a San Rafael dos semanas después de que le confesara que había otra mujer. Le conté mi historia con Natalia un lunes a la mañana, a las siete y cuarto, la hora en que la dejo en el portón de entrada de su colegio. Fue un impulso, una docena de palabras lanzadas a las apuradas en el instante en que ella abría la puerta del auto y se disponía a apoyar un pie en una vereda llena de chicos que la saludaban con entusiasmo. Mónica escuchó lo que le decía con las manos agarradas a su maletín. Sorprendida, incrédula. Se volvió a sentar desplomándose en el asiento. Respiró profundo un par de veces. Miró la hora en el celular como si en vez de leer un par de números estuviera leyendo un mensaje de muchos renglones. Una nena que iba de la mano de su madre le gritó algo. Mónica le sonrió con amargura. Metió el celular en el bolsillo de la campera, tomó envión y salió del auto.

Hacía muchos días que quería hablar de eso, sacarme ese peso de encima. No de manera tan directa, sin vuelta atrás y sin aclarar algunas cuestiones. La idea era no mentir más, aunque parezca ridículo, una verdadera locura, compartir la situación con Mónica. No tenía pensado que la ocasión fuera esa: un lunes, tan temprano, con un día de trabajo por cumplir, con toda la semana por delante, y mucho menos ese lunes, después de haber pasado un fin de semana muy agradable en la casa de campo de Luis y Mara, una pareja de amigos en común.

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Es difícil entender cómo, en medio de esto, terminamos tan lejos de casa, en ese lugar de Mendoza apartado del mundo. Es cierto que alguna vez, antes de que naciera Ignacio, habíamos hablado de pasar unos días justamente ahí en temporada de nieve. Pero esto, este viaje, fue algo que resultó extraño desde el comienzo hasta el final. Lo arreglamos, como todo lo que hicimos en esas dos semanas posteriores a la confesión, actuando más por suposiciones, por lo que conocíamos de los gestos y, más que nada, de los silencios del otro que por un intercambio franco de palabras. Arreglamos el lugar, los detalles de la estadía, el trayecto y que Ignacio se quedara con la madre de Mónica, que por la forma en que me trataba hasta esos días estaba claro que no intuía nada de lo que pasaba entre su hija y yo.

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Hasta el fin de semana del viaje, Mónica se mantuvo ocupada con el nene, las compras, las comidas, con clases que preparar y pruebas que corregir, como si al dejar de usar las manos y de ir y venir de un lado para otro se viera en la necesidad de pensar y hablar del asunto mío con Natalia. Yo estaba metido en una burbuja, esa era la sensación, algo que me mantenía aislado y protegido del mundo. Podía sentir una especie de sonido sordo, un vacío atravesándome la cabeza, que por la noche se transformaba en un zumbido. Estaba aliviado por habérselo dicho, pero sabía que esa calma se iba a despedazar en el momento en que nos dejáramos de evitar y nos pusiésemos a hablar en serio. Así fueron las cosas. Desde la mañana en que la retuve en el auto agarrándola del brazo y le hablé de Natalia hasta esos días helados en San Rafael no habíamos vuelto a tocar el tema. Mejor dicho sí, una sola vez. Pocas palabras y sin llegar a nada. Una noche en la cama, dándome la espalda, Mónica preguntó cómo se llamaba y cuánto hacía que la veía. Le dije el nombre. Mentí el tiempo. Seis meses, murmuré. Entonces la historia empezó cuando Ignacio tenía cuatro meses, dijo. Se oyó el ulular de la sirena de una ambulancia atravesando la avenida. Cuando la sirena se perdió en el silencio de la noche. Mónica dijo que yo estaba tan contento con el nene que le resultaba increíble pensar todo eso, pensar para atrás, en las fotos que nos habíamos sacado los tres en la clínica, la noche que volvimos a casa después del parto justo cuando se había cortado la luz en el edificio. ¿Qué tontería, acordarme de eso ahora, no?, preguntó. Dije que sí, que estaba muy contento con Ignacio. Lo hice en voz baja. No sé si Mónica me escuchó. No lo repetí. Era difícil explicarle que estaba verdaderamente feliz, muy feliz de tener a Ignacio entre nosotros, pero que eso no tenía nada que ver con ella y mucho menos con Natalia.

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Existe una broma entre los encargados de negocios, por lo menos entre los del Centro. El chiste es que nunca se está con una chica en posición horizontal, en una cama o algo parecido. La cosa siempre es una oficina oscura, con las persianas bajas, la puerta trabada y los dos a medio desvestirse. La chica, por lo general, es una empleada, joven, nueva en el local. Obviamente es un chiste, pero algo de eso hay. Con Natalia fue distinto. Natalia era nueva, pero no era una empleada común. La mandó el dueño por recomendación de un pariente que la había empleado en otro negocio. Estaba cursando el último año en la Facultad, le faltaban tres materias y la tesis para recibirse de psicóloga. Se le notaba algo delicado, no sé, en la forma de hablar, de atender a la gente, en la manera que movía las manos mientras doblaba alguna prenda o la acomodaba en los estantes. Natalia nació y vivió toda su vida en Cosquín. Y durante años viajó todos los días de semana para estudiar en Córdoba. Así fue hasta que la ayudé a instalarse en el departamento en barrio Iponá. Nada del otro mundo: la garantía para la inmobiliaria y algo de plata en efectivo para algunos muebles y la heladera. Lo que hubiera hecho cualquiera.

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Yo tengo una copia de llaves del departamento. No en mi llavero principal, donde están las de casa y las del negocio. Las tengo en un llavero que era de mi papá, escondido en el fondo de la guantera del auto, oculto entre papeles, focos de repuesto y una linterna. Natalia siempre insistió en que fuera cuando tuviera ganas, que llegara al departamento sin avisarle. Nunca lo hice. El trato, si es que había alguno, era que yo no tenía nada que ver, que esa es su casa y que ella disponía a su manera lo que quiere hacer ahí. Lo cierto es que, fijo, nos encontramos en el departamento los jueves por la noche, y a veces, algún sábado o un domingo por la tarde, cuando Mónica tenía alguna actividad que yo podía evitar con alguna excusa de trabajo. Excusas creíbles: ordenar el depósito, hacer inventario o ayudar a la gente encargada de armar vidriera. Explicaciones innecesarias. Mónica confiaba en mí. Sin límites. Y eso hacía las cosas fáciles. Estar con Mónica y al rato estar con Natalia. Mostrarle a ella fotos de Ignacio que acababa de compartir con la madre. Hacer un chiste y repetirlo unas horas después. Retocado o con más gracia. Me convertí, como le escuché decir una vez a un amigo, en un mejorador de chistes.

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Una de esas tardes con Natalia, llegué al departamento y no la encontré. La esperé sentado en la escalera, una escalera externa que da la avenida Ricchieri, palpando la llave de la puerta en el bolsillo de la campera. Pocos minutos después me llamó al celular para decir que se iba demorar un rato más de lo habitual. Necesitaba hablar con la profesora que la asesoraba en su tesis. Saqué la llave, entré al departamento. Abrí la ventana, puse la pava en la hornalla y me saqué los zapatos. A diferencia de Mónica, a Natalia le gustan las alfombras. En su departamento se puede andar descalzo. Y eso es muy agradable. Dentro de uno de los cajones de su escritorio encontré un pesado álbum de fotos. Lo saqué con cuidado, tratando de no desordenar el cajón, fijando en la memoria la posición en la que tendría que ubicarlo al devolverlo a su lugar. Lo abrí con cuidado. Había fotos de su adolescencia, con los padres y los dos hermanos, fotos con amigas, de su época de jugadora de vóley, de la entrega de diplomas del colegio y unas cuantas de su viaje a Bariloche. En la última página del álbum, sueltas, sin pegar, había cuatro fotos en las que Natalia estaba de la mano de un muchacho. Eran muy parecidas, fotos de disparo automático. Los dos sonriendo, bien de frente a la cámara, sentados en una pirca de piedra, en un parque o algún lugar con muchos árboles. El muchacho daba la impresión de ser un poco más grande que Natalia. No muchos, cuatro o cinco años. Estaba tentado de risa, y en cada una de las fotos, siguiendo la secuencia, se descontrolaba un poco más. Su sonrisa contrastaba con la habitual seriedad de Natalia, con su concentración. Saqué una y la guardé en el bolsillo la campera. Esa fue la foto que Mónica encontró entre mis cosas cuando buscaba algo más concreto que las vaguedades que yo le había dicho aquella mañana. Una imagen desconcertante: la inocente foto de una pareja de chicos enamorados, absolutamente desconocidos para ella. Imagino su asombro, su desconcierto. ¿Qué hacía esa foto en el fondo de mi escritorio, qué tenía yo que ver con eso?

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Salimos de Córdoba un viernes a las ocho de la mañana. Hicimos una alto en San Luis para almorzar en un bar cerca de la Terminal. Yo pedí un menú completo. Mónica solamente un café con leche. Ni siquiera un sándwich, una medialuna. Explicó que al mediodía no estaba acostumbrada a llevarse nada a la boca. Llegamos a San Rafael a la tarde. La cabaña que habíamos señado estaba a pocos kilómetros de la cordillera, cerca del río Atuel. Mónica tenía un mapa que había bajado de internet apoyado sobre las piernas. Fue fácil llegar. Mónica hizo un par de bromas sobre lo que ella llama mi problema de orientación. Le seguí la corriente con el chiste. Habíamos viajado tan callados todo el viaje que cualquier tema era una ocasión de hablar.

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El dueño de las cabañas nos hizo esperar un rato en su oficina antes de darnos las llaves. Había que limpiar y cambiar la ropa de cama. Era un hombre muy mayor, lento para moverse. Se me ocurrió que si él era el que hacía esas tareas teníamos para largo. Ya había pasado, en el auto, el momento de reírnos. Tocaba silencio otra vez. De golpe la tarde se puso oscura, el aire se sintió distinto, menos frío, muy raro, más penetrante, como si se metiera con más facilidad por la nariz. En un instante empezaron a caer copos de nieve. Yo tenía la vista puesta en el patio y tuve la impresión de ver los primeros bultos blancos que se apoyaba sobre el césped amarillento. Estábamos sentados en un banco de madera, cada uno en su extremo. Mónica se acercó y dijo que tenía frío. Y claro, ¿cómo no vas a estar helada? No comiste nada en todo el día, le dije. Fue como si la hubiera retado. Hizo una mueca con la boca, las lágrimas le hicieron brillar los ojos. Se acercó un poco más y se subió el cuello de la campera para esconder la cara.

Nuestra cabaña era la más chica, la última de una calle de tierra que comunicaba las cinco cabañas del complejo. El dueño nos abrió la puerta y nos dijo que éramos afortunados de ver nevar, que los del servicio meteorológico habían anunciado nieve recién para la semana siguiente. Nos hizo varias recomendaciones, entre otras que por las dudas nos aprovisionáramos. Seguimos el consejo. Antes de abrir los bolsos fuimos a un mercadito a cinco cuadras de las cabañas y compramos empanadas, un par de latas, galletas, chocolates y algo de bebida. No le hicimos caso en algo, dejamos el auto exactamente al frente de la puerta de la cabaña, aunque nos había dicho que lo mejor era estacionar fuera del predio.

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Dos días antes del viaje a Mendoza descubrí a Natalia con otro hombre. Desde la calle vi que las luces del departamento estaban apagadas. Pensé que no había nadie. Hice esa estupidez que ella tanto me pedía que hiciera: subí y abrí con mi llave. Cuando escuchó que alguien se metía en el living y prendía la luz, Natalia salió desnuda de la penumbra de su habitación. Quiso decir algo, pero estaba tan agitada que no le salían sonidos de la boca. Detrás de ella apareció un muchacho de pelo largo cubriéndose el cuerpo con una sábana. Hice algo insólito. Apagué la luz, pedí disculpas y desaparecí como un rayo del edificio. En el apuro olvidé la llave colocada en la puerta y con ella el viejo llavero de papá. A la noche Natalia me llamó por teléfono varias veces. No atendí. Esos días ella tenía licencia por estudio, así que no apareció por el local. Llamó un par de veces más. Seguí sin contestar. Solamente la mandé un mensaje de texto avisándole que me iba de viaje, cosa que ella ya sabía de antemano. Respondió que me deseaba buen viaje y que me esperaba lo más pronto posible, el domingo si quería, para hablar.

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El viaje con Mónica era para eso, para hablar, pero pasaban las horas y lo que menos hacíamos era justamente hablar. Comíamos, bebíamos, veíamos tele. De a ratos dormíamos. Mónica se comunicaba cada tres o cuatro horas por teléfono con la madre para saber qué estaba haciendo Ignacio. La nieve caía cada vez con más intensidad. Todo lo que alcanzábamos a ver desde las ventanas de la cabaña se había vuelto blanco. El sábado a la tarde Mónica salió a caminar bajo la nieve. Volvió empapada, con las manos hechas hielo. Estuvo metida bajo la ducha de agua caliente más de media hora. Esa noche tomamos más de lo normal. Sobre todo ella, que no está acostumbrada a tomar vino. Terminó un trago, apoyó la copa en la mesa y me preguntó qué quería que hiciéramos. Ahora que íbamos a hablar yo tenía otras cosas en la cabeza. A Natalia muda y desnuda y al muchacho tapado a medias. Volver a casa, le dije, volver a ver a Ignacio. ¿Y la foto, quién es, la hija?, preguntó. La respuesta demoró mucho, sonó falsa. Ah, la foto, la que encontraste entre mis cosas. Sí, la hija y el novio, le contesté. En realidad estaba pensando que el de la sábana no era el mismo de la foto. Decididamente no eran la misma persona. Eso tenía en la cabeza mientras le hablaba. Eso le hubiera contado. ¿La dejaste de ver?, preguntó. Sí, contesté sin mover un músculo de la cara. No te creo, dijo. Y se quedó en silencio, mirando por la ventana, decidida a no continuar con el tema.

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Puse el auto en marcha el domingo a las once de la mañana. La nieve, que todavía estaba sólida a pesar de que hacía unas horas que había dejado de caer, llegaba a la altura del paragolpes. Era imposible mover el coche. Fuimos a hablar con el dueño de las cabañas. El hombre nos dijo que no se podía hacer nada. Mónica se enojó, le dijo que tenía que haber una manera, una pala mecánica, lo que fuera que dejara paso al auto. No hay caso, nos explicó con desgano, la pala de la municipalidad pasa por la calle, no por adentro de mi casa, se los dije el mismo día que llegaron. Hacé algo, quiero irme de acá, quiero irme a casa, me gritó Mónica, mientras me tironeaba una manga de la campera. No la había visto ni la había escuchado así nunca en mi vida. De golpe había perdido toda su paciencia. Le pregunté al hombre si tenía alguna herramienta para prestarme. Sacó de un mueble una pala grande, de mango de hierro. Me la puso en las manos. Me acerqué al auto. Mónica se metió en la cabaña. Cavé al lado de las cubiertas delanteras. El hombre se asomó a la puerta de su casilla. A las pocas paladas me di cuenta que el esfuerzo era inútil. El portón estaba a unos treinta metros, apenas había avanzado unos centímetros. Tiré la pala a un lado del auto. El hombre dijo algo que no alcancé a escuchar. Entré a la cabaña y me saqué los zapatos mojados, las medias húmedas. Mónica me miró decepcionada. Se puso su gorro de lana y salió al patio. Tomó la pala. Era demasiado pesada para su tamaño, para la fuerza de sus brazos flacos. Cavaba al voleo, sin plan, sin calcular el lugar en donde hundía la punta de la pala. La nieve saltaba por el aire y caí en el mismo lugar del cual acababa de salir. En un momento perdió el sombrero y la estabilidad. Se descontroló. La pala se le cayó al piso. La recogió y siguió tirando paladas hacia cualquier lado. El hombre se acercó con cautela, le habló, recogió el sombrero y se lo extendió para que se lo volviera a poner. Mónica seguía en lo suyo, sorda, sin hacer caso de nada. El hombre agarró la pala, tironeó y se la arrancó de las manos. Mónica, con las manos vacías, pareció darse cuenta de dónde estaba y qué estaba haciendo. Después de unos segundos de desconcierto hizo lo que el hombre le decía: se calzó el sombrero, se sacudió los restos de nieve que tenía en la campera y el pantalón y entró a la cabaña.

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Al rato, Mónica ya se había dado una ducha de agua caliente, el dueño de las cabañas nos trajo unas empanadas que había hecho su mujer. Nos dijo que si al día siguiente amanecía con sol era muy probable que pudiéramos sacar el auto. Le agradecí la atención. Mónica comió una empanada y se metió en la cama. Yo salí a caminar hasta el río. Seguí por la orilla hasta llegar a un camping. Volví a la cabaña y me quedé a esperar el anochecer con una botella recién descorchada, mirando de reojo en el celular los mensajes que mandaba Natalia, cada vez más preocupada porque no se los contestaba.

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