Mi libro enterrado

Por Mariano Quirós

Una novela sobre libros, sobre la búsqueda de una biblioteca. Así puede leerse El aserradero, la última novela del rosarino Marcelo Britos; aunque, por supuesto, una novela sobre libros, bien hecha, suele ser siempre una forma de biografía subterránea.

Lo de subterráneo viene a cuento: durante la dictadura, para resguardarla de la represión, un tío del narrador enterró su biblioteca en el terreno donde antiguamente funcionaba el aserradero familiar. Ahí también hay una historia. Muchos años después, una hija de aquel tío, exiliada, vuelve a Rosario con la idea, entre otras, de encontrar la biblioteca enterrada. 

Dulce y melancólica –sin esquivar, sino más bien reivindicando un sentimentalismo puro, pleno de ternura–, El aserradero usa los libros como punto de partida para repasar una posible historia de familia argentina; para revisar con humor –pero sin ironía– el desconcierto de un varón argentino que ya no es padre de familia; el desconcierto, también, ante la degradación del cuerpo propio y ajeno. Y las formas de placer y amor que tenemos más a mano.

Marcelo Britos también es autor, entre otras novelas, de A dónde van los caballos cuando mueren (con la que ganó en 2014 el premio Sor Juana, de México) y de La Rote Kapelle (donde acaso ya aparecían insinuados los protagonistas de El aserradero).

-¿El aserradero es más una novela política o una novela afectiva, una novela familiar?

Creo que la novela está atravesada por todos esos imaginarios, pero a la vez no termina de definirse en ninguno. Al menos esa fue la intención. Trabajar sobre una historia, un plan que en el principio era contar sobre una biblioteca enterrada y su búsqueda, implicaba también estar dispuesto a que en el decurso de la narración fueran surgiendo matices en la trama y que crecieran a su vez subtramas y desvíos. Es la única parte que se escribió sola, que escapó del proyecto original. Esos pasajes no rehúyen a las frases sentenciosas, como dice Leonardo Berneri en su reseña o a los desvaríos filosóficos, porque es escritura en estado puro, es decir, el borrador fue creciendo y creándose a la vez. Nada es nuevo, menos en la literatura, y este tipo de operación puede verse en G. de John Berger, salvando las enormes distancias. Los momentos de memoire, por así decirlo, están sustentados en la composición de los personajes. Y digo esto porque en definitiva, creo que lo que empezó por ser el relato de aquella historia, terminó por convertirse en una novela de personajes, si es que existe tal cosa, reunidos alrededor de la biblioteca enterrada. Lo que sostiene el plan final es el camino de Victoria, Chipi y el narrador hasta llegar a esos días en el aserradero. Es cierto que la tensión se mantiene en las páginas por la presencia y la búsqueda de los libros, pero esa ternura, esa insistencia sobre los afectos vinculares, como vos bien decís, es consecuencia del peso de esas vidas. Por otro lado, era inevitable la referencia histórica y por lógica, política. El desafío era hacerlo de una forma alusiva, sin caer en la tentación del panfleto. El lector debía sentir en todo momento que le estaban contando algo. Nada más. 

 -El tío del narrador enterró su biblioteca para preservarla de los represores. Semejante acto de preservación desborda cualquier metáfora. ¿Sentiste ese detalle en particular como un desafío al momento de narrar la historia? 

Hay cosas de las que no somos conscientes cuando las enunciamos. Para mí, escribir El aserradero fue siempre contar una historia inverosímil y maravillosa, que era a su vez la metonimia de otras historias parecidas; es sorprendente la cantidad de bibliotecas enterradas o escondidas que aún están allí. Pero eran nada más que presunciones. Es deshonesto hacerme cargo de las metáforas que otros puedan encontrar, creo incluso que los verdaderos autores de esas asociaciones, más allá de quiénes lean la novela, son los hombres y las mujeres que enterraron esos libros fuera de la ficción y quiénes los prohibieron y los destruyeron. La dictadura fue la expresión plena del mal absoluto, toda maldad humana puede ser una metáfora que la refiera, como lo es la Shoá. Por eso es tan difícil hacer ficción sobre eso sin caer en lugares comunes y maniqueísmos. Llevar al límite la cancelación del otro, deshumanizarlo y deshumanizarse para destruirlo, es un espejo en el que deberíamos vernos un rato para sentirnos incómodos, para entender por qué permitimos que eso pasara. En mi caso, el sentido que hoy tiene esa historia me fue dado después de escribirla, de desprenderme de ella. Fue ahí, en esa especie de comunión, de lectura colectiva que se genera con la cercanía de algunos lectores, cuando entendí que libros, consciencia y cuerpos eran, en la ratio genocida, figuras parecidas con un mismo destino, objetos frágiles y prescindibles en la “limpieza moral e ideológica” de un país. Que la tierra, hoy un sujeto central en las relaciones económicas y sociales, es también un repositorio de la memoria, una cápsula del tiempo en tanto tumba y pozo, fosa común o sótano, escondite o calabozo o pozo de zorro. Puedo afirmar que siento cada vez más sólida esa historia, la manera de contarla y de repetirla, con el sentido que le han dado los demás. Después de todo, la lectura es eso.  

-¿Podría el narrador haber sido otra cosa que historiador? 

Uno va trabajando en detalles que tienen que servir siempre al plan general de la historia. La profesión del narrador era necesaria, porque tenía que tratarse de alguien para quien la lectura y los libros fueran importantes. Podría haber sido también un escritor o un profesor de letras, pero personalmente trato de escaparle a la autorreferencia, aunque sea casual. Cuando escribo no puedo desprenderme de mis berretines de lector, y me aburren hasta el hastío las historias de escritores. Ese topos no hace más que alimentar el empeño del mercado en consolidar una literatura de autor para después vender hasta la lista de los mandados que usó Cortázar una mañana en París. Por otro lado, en la novela se pone en juego permanentemente el tema del paso tiempo y me pareció interesante que el narrador fuera historiador y la vez un detractor de la costumbre humana de medirlo. 

-Si Victoria, prima del narrador, es más bien una sobreviviente de la dictadura, ¿podría decirse que el personaje de Chipi –hijo del narrador, que con siete años lee con devoción, es cariñoso, audaz, creativo– propone un horizonte, digamos, optimista? 

Sin duda. Creo que la biblioteca es una memoria apropiada y resignificada por los tres personajes. Chipi lo hará a su tiempo, él es el futuro. Pero no solamente por la vida por delante, sino pensando en el futuro como la única manera de conjurar el pasado. Es la contradicción humana: ser conscientes de nuestra finitud y a la vez depositar toda la expectativa en el porvenir, que es el lugar en donde indefectiblemente está la muerte. Lo cierto es que hemos construido por siglos un mundo injusto e inalterable, tenemos poco tiempo como para sobrevivir y dejar a la vez toda la energía para transformarlo. Somos demasiado egoístas para sacrificar ese tiempo para los que se quedan. Solo dos condiciones humanas tienen en claro esa contradicción y aún así piensan su vida en el presente para proyectar un futuro que no los incluirá. Los militantes, las madres y los padres. Porque ese pasado inalterable, ese presente fugaz, a veces insoportable y atroz, solo puede superarse con la esperanza. El futuro, por incierto y por indescifrable, deja la puerta abierta a algo distinto, y ese es el combustible del que piensa el mundo como una herencia. 

-En algún momento, cuando intuyen lo frustrante de la búsqueda que emprenden, nuestros héroes usan un chancho a modo de sabueso. Que sea el chancho quien ubique la biblioteca enterrada. ¿Qué hay detrás –o debajo– de la conexión entre literatura y chiquero? 

El chancho está pensado como un elemento disruptivo y a la vez humorístico, no llegaba tan profundo la sonda al momento de incluirlo en la historia. La metáfora a la que refiere la pregunta en todo caso está construida en tu lectura. Pero es interesante pensarlo de esa manera. La mugre y el barro, la simbología del chiquero, están en una parte ínfima de la literatura: en el mercado, en las operaciones, en los egos. Mariana Enríquez en una entrevista dijo algo tan simple como cierto: no se puede escribir pensando en lo que están haciendo los demás. El oficio es crear y la literatura es una búsqueda, la de la página perfecta, el verso perfecto. Como lectores buscamos eso, intentamos repetir esa epifanía que nos atravesó con alguna lectura. Es muy personal, claro, yo puedo decir que la he vivido con el párrafo en el que Borges, el narrador de “El Aleph”, describe lo que ve en esa esfera, “el inconcebible universo”, o varios capítulos de Todos los hermosos caballos. Como autores también buscamos lo mismo, crear algo que conmueva. Lo demás es complementario y tristemente necesario.    

-¿Puede leerse en El aserradero la recreación de una posible biografía lectora?

Es una historia de libros y era preciso definirlos más allá de los títulos, poner en boca del narrador el impacto de esas lecturas. El despliegue de la biblioteca propia era inevitable, uno no habla de lo que no leyó. Incluso se dio la situación inversa de acomodar el devenir de la historia a la referencia de algunos libros. Algunos de ellos los había leído hace unos años y tuve que releerlos. Soy un lector tardío, esa locura por devorar libros me agarró después de los 20, y siempre tuve la sensación de estar en deuda con eso. Releer era como perder el tiempo, pero la experiencia de volver a algunos títulos fue maravillosa. Volver a Faulkner, por ejemplo, terminó por confirmarme la revolución estética que provocaron sus novelas, la razón de ese impacto en los autores rioplatenses del siglo XX, como el mismo Borges u Onetti. Por otro lado, en medio del proceso de escritura accedía a nuevos autores y buscaba formas de poder incluirlos en la biblioteca enterrada, porque me habían fascinado, como el caso de Manuel Rojas Sepúlveda, que encima había vivido un tiempo en mi ciudad, en la ciudad en donde se ambienta El aserradero. 

-¿Con qué otra literatura –argentina, latinoamericana o de donde fuera– conectarías a El aserradero? En todo caso, ¿leíste algo en particular que sirviera como motivación?

Al principio de la nota te comentaba sobre G., la novela de Berger. Hay ahí un recurso que me pareció novedoso ‒novedoso para mí‒, en el que la voz se detenía en medio de la narración y se dirigía al lector para una digresión, que generalmente era una disquisición filosófica o una aclaración histórica. Esos pasajes que son muy notorios, me recordaron a la serie que filmó siendo más joven para la BBC, Ways of seeing una suerte de resignificación del pensamiento de Benjamin sobre la imagen, aplicada al arte pictórico. Allí mira al espectador después de mirar la pintura, como si en una conversación personal intentara explicar algo para darle un contexto más amplio y profundo a lo que está tratando de transmitir. Volviendo a la novela, transcurre alrededor de la vida de un personaje, pero a la vez sirve de excusa para narrar una historia colectiva. Ana Fornero lo explica muy bien en una nota que escribió para Página 12, cuando dice que el protagonista es una consecuencia de la decadencia e hipocresía del Estado burgués en tiempos en donde en la Italia Humberto I se respiraba ya la revolución proletaria como contraposición a la expansión imperialista. Si tuviera que reconocer una influencia para El aserradero, creo que no solamente debería señalar G., sino toda la obra de Berger, en la que siempre se reconoce la tragedia, pero elaborada y transitada desde una mirada poética, llena de ternura y de esperanza.

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