La di-sección del cuento

Meter un gol con Juan Diego Incardona

Por Virginia Feinmann

Amigo, amiga, sentate. Respirá hondo, bajá los hombros. Vas a leer. No vas a ver un video, no vas a pasar el dedo frenéticamente por historias de tiktok. Tampoco vas a escuchar un podcast. Vas a leer un cuento como se hacía antes. 

A partir del tercer minuto van a disminuir tu ritmo cardíaco y tu tensión muscular. Se activarán tu memoria de corto y largo plazo. Reducirás el estrés de la vida cotidiana en un 68%. Mejorará la calidad de tu sueño. Se expandirá tu vocabulario y tendrás más fluidez de lenguaje y agilidad mental. 

Pero si REALMENTE querés completar la experiencia, volvé, que analizamos el cuento acá, en “La di-sección del cuento”. Hoy:  “El Sudoeste” de Juan Diego Incardona (https://www.pagina12.com.ar/398077-el-sudoeste)

A Juan Diego Incardona, a sus libros Villa Celina y El campito, le debemos la belleza en la basura, la poesía en la contaminación, el milagro conurbano alla Jesús de Laferrere, la alegría del gol convertido gracias a un árbol del potrero, y “El Sudoeste” no es la excepción.

Según explica el propio Juan Diego, el título remeda “El Sur” de Borges, por ese final en el que Dahlmann, que podría haber muerto en una cama de hospital, elige hacerlo acometiendo a cuchillo y “sale a la llanura”. Así de épicos se sienten los jugadores de Villa Celina. 

“Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia” dice Borges en ese cuento. Y es que el ingreso a lo suburbano siempre está trazado por algún límite: siempre hay una vía, una avenida, “un lado” del barrio al que la ambulancia no entra. De hecho, buena parte de la obra borgiana sucede en lo intersticial, en el borde, en el pasaje de una geografía a otra: de la ciudad a la llanura, de la civilización a la barbarie, de las baldosas a la tierra.

En el cuento de hoy ese límite está cuando cruzamos la calle San Pedrito. De un lado nuestras casas y del otro los potreros. Como en Borges, también salíamos a la llanura y también nos batíamos a duelo, no con cuchillos sino con nuestras pelotas de fútbol, dice Juan Diego y es totalmente coherente con su universo poético, donde la infancia y la adolescencia barriales propician un texto mágico, tierno, inocente, pelotas en vez de cuchillos, algo que, aunque no esté especialmente destinado a les niñes, se les puede leer con gusto.

Qué lindo es cuando un escritor usa su propio mundo como materia narrativa. Escribir de lo que sabemos, de lo que conocemos bien, cuántos escritorxs hay con textos sobre sus oficios, aprovechando ese semillero (Luis Mey o Hernán Lucas como libreros; Félix Bruzzone como piletero; Lucia Berlin como secretaria de médico o empleada doméstica). Cuántos y cuántas hay también narrando desde su condición biográfica particular (identidades trans, presos políticos, hijxs de desaparecidxs). Se disfruta del conocimiento específico y del manejo del entorno. 

En Juan Diego: la Richieri, las lomas al costado de la autopista, los pibes de San Pedrito y Giribone, la Parroquia, la calle muerta, la zanja podrida, el almacén de Juanita, el club Banco Hipotecario, los basurales y campos quemados hasta Las Achiras, la cancha de CAMEA. No sé qué es la cancha de CAMEA (googleé y sólo vi que se quejaban porque había ocupas). Quizá se pueda averiguar pero queda tan bien así, revoleado como algo natural. Los pibes no se van andar explicando entre ellos qué es la cancha de CAMEA. Leerlo como quien ya lo sabe nos convierte en uno más del grupo.

Decíamos que a Juan Diego le debemos la poetización de la pobreza, su conversión en materia de ciencia ficción o realismo mágico. En El campito, hay un brazo del Riachuelo que se llama “río de fuego” porque los desechos industriales inflamables hacen que permanentemente arda sobre él una capita de llamas violetas.

Los metales pesados que contaminan el suelo también nos entregan una suerte de Erdosain bonaerense, que cultiva sus rosas de cobre en campos galvanoplásticos. 

En este cuento esa contaminación produce algo tan hermoso como una cancha de pasto vidriado y la posibilidad de jugar contra un equipo de Suecia.

Los cirujas del campito contaban que cerca del Riachuelo había tanta contaminación que podían verse bosques en miniaturas, animales petrificados por la lluvia ácida, pajaritos que en vez de plumas tenían pelos, perros de dos narices y gente más rubia que los dioses de los libros.

Juan Diego (que como Borges se incluye a sí mismo en la historia) usa un narrador poco frecuente: la primera persona del plural, un nosotros (sólo a veces un yo –Juan Diego– que se espeja con el personaje de Zamora, así como el campito de Celina se espeja con el de los rivales del barrio desconocido).

(Y ya que estamos qué bello es el pasaje a ese universo paralelo: la calle se abre en dos, toman por la derecha, las copas cierran el cielo y todo se oscurece, surgen formas psicodélicas por el polvo que flota y al salir de ese túnel, magia: un paraíso de partidos de fútbol de todo tipo y color). 

Pero hablábamos del aspecto formal, de este nosotros, que trasunta un sentido de tribu, de manada, de varones que actúan como si fueran uno solo. Es un recurso que también usa Abelardo Castillo en sus cuentos de adolescencia en San Pedro, con una nota más amarga, porque esa voz colectiva y anónima se ampara en sí misma para ejercer la violencia.

En estos adolescentes, en cambio, no encontramos más que ternura. 

A mí me conmueve: 

* que entrenen triple turno (no se ve una escuela u otra actividad) y que inventen jugadas preparadas como los equipos de Primera.

* que Juan Diego anote en un cuaderno que me había regalado mi vieja.

* que Zamora (como su alter ego) los busque en el camión que me prestó mi viejo.

* que al amigo le digan el Chavo porque no tenía casa.

* que en cambio en el campito era una persona importante.

* que podría haber hecho carrera, pero nunca salió de Villa Celina.

* que para joder abrazaran al árbol que los ayudó a meter el gol.

* que sintieran que jugaban contra un equipo europeo y trataran de conseguir videos de partidos de Suecia.

* que quisieran dejar bien parados a Villa Celina y al fútbol argentino.

* que terminen tristes, repasando mentalmente las jugadas que no pudieron ser, en aquella Suecia del sur, del sur del oeste, donde jugaron el Mundial un mes de enero, sobre pozos y elevaciones, espinas y árboles, barro y pasto transparente.

Por dios qué lindo.

¿Cuánto leyó Saborido a Incardona para crear a Jesús de Laferrere, ese personaje genial que en la esquina del maxikiosco multiplicó los panchos y las cervezas y desató una lluvia de papafritas que cayó sobre los rollingas, dándoles la felicidad y la alegría que tanto hacen falta sobre esas tierras?

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