Entrevista a María Lobo

Los dominios del Lobo

Por Mariano Quirós

“No para de sorprenderme”, dijo un amigo cuando le conté más o menos por dónde va la nueva novela de María Lobo. El título, San Miguel, viene acompañado de un subtítulo —o de algo que así funciona— que bien podría intercambiarse: ¿Has visto? San Miguel y ¿Has visto?, dos marcas geográficas, dos maneras de situarnos en el mundo. Pero María Lobo (1977, San Miguel de Tucumán), ya lo he dicho —ya lo ha dicho mi amigo— no deja de sorprender.

Porque San Miguel (Qeja ediciones) no es precisamente, una oda al terruño. Es más bien una manera posible de poner el mundo patas arriba y cuestionar, de paso, con sofisticación y delicadeza —pero con un buen cuchillo entre los dientes— el lugar que nos toca en suerte y lo que somos capaces de hacer, crear, despreciar y amar desde ahí mismo.  

He leído y he visto a María Lobo en acción, he presenciado la calma y la convicción con que expone; he visto a las mejores mentes de Buenos Aires trastabillar y ponerse de los pelos para responder a un argumento que sienten acaso como una acusación: el imaginario construido desde la capital, desde las capitales, sobre lo que debería hacerse —escribirse— en los interiores provinciales. He visto a María Lobo universalizar el asunto.  

Su novela El interior afuera —cuyo título, además de una belleza, también es una lúcida declaración de principios— merodea esa forma narrativa que llamamos realismo, pero que no es más que una manera de proponer otro mundo. Una familia encastrada, una familia bien, muy moderna y bien dispuesta, con dos hijos que no son hermanos y que experimentan juntos eso que a las apuradas llamamos despertar sexual. Todo narrado con distinción high class, como si Tucumán hubiera parido su propia Alice Munro, aunque en otro esquema de complejidad.

Los cuentos que reunió en el volumen Santiago llevan cada uno el nombre de una ciudad (Milán, Santiago, Toronto, California, Huacalera), y cada ciudad es narrada por personajes situados en territorio tucumano. O en zona tucumana.

El deporte favorito de María Lobo —o por lo menos el que sé que practica— es la natación. Se clava auriculares —no me cuesta imaginar la música que escucha— y se lanza al agua con la misma elegancia con que discute su lugar y configura su zona en la narrativa argentina. Arma una burbuja en la que caben el mundo del interior y, como debe ser, el universo entero. He dicho: una nadadora universal.

—¿Has escrito una distopía amorosa? ¿Una novela para escritores? ¿Qué has escrito?

Yo diría más bien que es una novela con escritores: la protagonista, San Miguel, se despide de Keylor, su pareja (escritor), y se toma un avión para pasar una temporada en el Chaco, en una residencia de escritores. Y allí conoce a Bridge y a Jennifer, los otros dos personajes principales, (que por supuesto son escritores). Dicho así, parece difícil desmentirlo, pero la verdad es que no lo pensé como un libro para escritores. Porque si bien es cierto que hay una trama en la que la escritura es central, creo que lo que les pasa a los personajes está más allá de cosas que puedan pasarle a los escritores. Podés sumergirte y echarte a nadar por andariveles distintos. Al menos yo escribí este libro así, sintiendo que me pasaba de un andarivel a otro. Podés entrar en la historia de amor que va expandiéndose, y en un momento el agua ya está tapando a todos los personajes (así que sí está esa historia amorosa, pero no creo que sea una distopía: lo que le pasa a San Miguel con Keylor y con Bridge no es oscuridad, es luz, no sé; es una historia atravesada por la música, la época, y entonces no siento que sea una historia triste, sino de amor, el amor que existe, el amor que se vive en un presente y que luego no va a ser y luego es el amor que ha existido). En otro andarivel están las cosas que piensa y escribe San Miguel y las conversaciones que tiene con los demás y que, aunque se puede decir que hay mucha literatura, también están la música, las películas, el tiempo y algo que los atraviesa a todos, que es que están siendo personas en territorios distintos y eso los lleva a hacer y decir cosas, en función de ese territorio que ocupan. Y eso no es algo que les pase solo a los escritores. Estoy segura de que no es así.

—¿Cómo es posible que nieve en el Chaco?

Ese sería el andarivel tres: entrar por el cambio de paisaje y de clima. De ese andarivel era difícil entrar y salir mientras estaba escribiendo. Escribir ese paisaje me hizo transpirar las manos, porque mi cuerpo está en territorio de provincia y cuando las personas habitamos un territorio esperamos ciertas cosas (paisajes, climas y formas de ser que se supone son correspondientes con la provincia, y esperamos otras de las ciudades importantes). Estar en un territorio te hace mirar las cosas a través de ciertas ideas imaginarias, de las que es bien difícil desprenderse precisamente por eso, porque son imaginarias y así es como opera el imaginario, como una lente invisible que ni siquiera sabemos que está ahí, interponiéndose entre nosotros y el mundo. Lo que es muy triste. Mirar a través de una lente sin saber que esa lente está ahí, sin saber que somos lo que somos como consecuencia de cuál es la lente que utilizamos para mirar. En el libro todo el orden del territorio está alterado, hay una sola provincia y muchas capitales y el clima es distinto: por ejemplo, como decís, está nevando en el Chaco, que además en la novela es una ciudad capital. Entonces era difícil avanzar y seguir construyendo esa geografía. Porque mi cabeza está llena de ideas imaginarias respecto de la provincia y de la capital. Y esas ideas se colaban y aparecían en el mundo de la novela todo el tiempo y entonces aparecían situaciones y pensamientos que eran incoherentes con ese mundo. Pero yo quería sobreponerme a esas ideas imaginarias, por eso volvía para atrás. Por eso insistí, por eso está nevando en el Chaco. Yo quería que fuera así no para crear un mundo extraño (y de hecho, esa idea de lo extraño como única forma de hacer arte es otra de las cosas que se discuten en el andarivel de las conversaciones), sino para sobreponerme a mis propias ideas. Esta novela fueron tres años de decirme las cosas a mí misma. Decirme que hay que mirar, no sacándonos la lente imaginaria porque eso es imposible, sino siendo consciente de que esa lente está ahí todo el tiempo, haciendo de nosotros lo que somos. 

—Viste que se suele hablar mal de, o tener en baja estima –al menos es la tendencia– a los textos narrativos que giran en torno al oficio. ¿Tuviste en cuenta alguno de esos miramientos?

Sí, está esa baja estima. Que es imaginaria, como toda regla. Y poderosa: a todas esas reglas que no están escritas en ningún código penal sino en nuestras cabezas, las personas las respetamos incluso más que a la ley escrita. Las ideas imaginarias funcionan así, como una ley, son la norma que nos hace pensar dos veces antes de hacer algo, porque romper los mandatos nos produce pánico moral, para decirlo con Laclau. Así que mientras escribía también me decía a mí misma que tenía que poder sobreponerme a ese mandato de que no se puede escribir sobre escritores. Pero eso me costó menos. Porque a esas reglas, que son de taller literario, las puse en el lugar de lo imaginario hace ya mucho tiempo. Precisamente porque estuve en talleres literarios. En los que quizás no aprendí tanto de escritura, pero sí sobre la condición humana, sobre la no aceptación del otro, sobre el autoritarismo y la falta de libertad. Sobre la imposibilidad que tienen muchas personas para aceptar al otro y a un texto literario como lo que es. Que es lo contrario a la literatura. La literatura es una forma de comportamiento. Algunas personas pueden pensar a partir de un libro. Y otras no. Aprendí que muchas personas solo pueden repetir los mandatos. 

—Qué te sugiere esta pregunta: ¿qué hace una tucumana escribiendo sobre David Bowie?

La pregunta en sí me sugiere otra vez la idea de las expectativas que vienen de las ideas imaginarias, las cosas que se supone que corresponden a determinadas personas y a otras no. Pero David Bowie no está en San Miguel por ese motivo. Está porque él quería decirnos algo. Escribí sobre él solo para decir esas palabras.

—En la novela se habla mucho de “correspondencias”. Entiendo, entre otras cosas, que se refiere a “lo que le correspondería escribir” a un o a una provinciana. ¿Qué se supone que nos corresponde escribir?

Las ideas imaginarias trabajan como correspondencias: encierran, le impiden a las personas irse para otro lado. No dejan ser. Yo creo que, en nuestro país, entre tantos otros mandatos que rigen para el campo de la cultura (por eso mismo digo que San Miguel no es una novela para escritores, porque en el campo de la cultura estamos todos y todos podemos reconocer bastante bien algunos mandatos, no importa si sos escritor, arquitecto o lo que sea), hay una regla imaginaria que nos hace suponer que a los escritores de provincia les corresponde escribir sobre la provincia. Y por provincia, también según ese mandato, se entiende el paisaje rural con todas sus connotaciones, y nunca un espacio urbano, que es lo que las provincias son: ciudades otras, diferentes de las grandes capitales, pero sí ciudades en su forma. En nuestro país incluso existe el adjetivo provinciano, que quiere decir que algo es culturalmente atrasado. Puedo ponerte mil ejemplos, pero en verdad no hace falta: el que vive en una provincia sabe bien de qué estoy hablando. Te voy a decir lo que a mí me parece más triste de las correspondencias. A mí no me incomoda tanto que exista el estereotipo sobre cómo es el lugar donde vivo ni que exista el adjetivo provinciano. Lo que me parece triste es el efecto que las correspondencias producen en nosotros: el efecto de que, sin darnos cuenta, las usamos para pensarnos a nosotros mismos. Y no lo sabemos. Acabo de escribir una reseña sobre Los llanos, de Federico Falco. Los llanos es el libro sobre las consecuencias de ese mandato que dice que las personas que vivimos en la provincia somos seres inferiores. Las consecuencias son muy tristes: el personaje se piensa a sí mismo como un ser inferior, abandona su pueblo natal porque cree que en la ciudad va a ser mejor. Es un libro maravilloso. Porque el personaje ve el mundo y se ve a sí mismo de esa manera: el mandato ha calado profundo en él. Y así es como ese imaginario nos hace ser también a nosotros. Es un libro triste, lúcido, deslumbrante. El personaje solo parece sentirse bien cuando está en la ruta, no se encuentra nunca consigo mismo. Ve a través de una lente que no lo deja ser. Y no lo sabe. Es sin dudas el mejor libro acerca de cómo ese imaginario instalado sobre los provincianos opera en nosotros. Federico es el mejor de todos nosotros.

—¿Por qué estudiaste Comunicación? ¿Para qué te sirvió, digamos, en términos narrativos?

Me sirvió para encontrarme con la forma de lectura que te da la investigación. Para encontrarme con la historia, filosofía, la sociología y especialmente con la estética. Y eso me hizo a su vez encontrar una manera de subrayar los libros y de escribir preguntas al margen. Sin esos subrayados ni esas preguntas, no podría escribir ningún libro. Porque no tendría preguntas. Y las preguntas son lo único que sé escribir.

—Otra manía –para mí hermosa— de la que solemos quejarnos es cuando a alguien le da por conectar una afición extraliteraria (cocinar, correr, cazar, etc.) con la escritura. ¿Cuánto de nadadora tenés de narradora, y viceversa, más allá de la fonética?

La pileta también es una manera de subrayar.

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