Lo real cuando tropieza

Por Santiago Alassia

Gente que habla dormida (Random House, 2022) es el volumen que reúne tres de los cuatro libros de cuentos de Luciano Lamberti. Ahí están los dos primeros, El asesino de chanchos (Nudista, 2010) y El loro que podía adivinar el futuro (Nudista, 2014), y también el último, hasta ahora inédito, Pequeños robos a la luz de la luna. Aparte, La casa de los eucaliptus (2017) completa el combo de la narrativa breve lambertiana. 

¿Qué encontramos en los nuevos cuentos de Pequeños robos a la luz de la luna? Varias buenas confirmaciones: la conocida destreza de Lamberti para el terror, aún más sutil e incisiva (“Jers”); su honda capacidad para desplegar narrativamente algunos temas contemporáneos, como por ejemplo las derivas perversas de la pornografía y la adicción a internet y a las redes sociales en “La naturaleza del amor”, o las metástasis del machismo y el patriarcado en el brutal “La mosca de la fruta”; su permanente apuesta por la transfiguración de la pampa gringa en un escenario donde se mueven, tambaleantes y fragmentarias, los personajes y las tramas. Este último punto es una constante a lo largo de sus libros y es, quizás, una de las mejores muestras del talento de Lamberti: haber logrado convertir esa inmensa llanura sin ningún interés literario aparente –salpicada de vacas lerdas, caminos cuadrados, hileras de eucaliptus y pueblos minúsculos donde nunca pasa nada–, en un paisaje denso, hinchado de tensión, en el que cualquier cosa bizarra y terrible puede suceder de un momento a otro. 

Los rumiadores

Paridos por esa pampa chata y untados con una capa de locura: los rumiadores. Los personajes de Lamberti se pasan la vida regurgitando tedio, un gusto a fracaso que les sube y baja permanentemente; una rabia adhesiva que les hace ver el mundo con ojos inyectados de rencor. Son los nietos pobres obligados a heredar las migajas del viejo edén prometido a sus abuelos, aquellos inmigrantes que alguna vez llegaron para trabajar de sol a sol en busca de un futuro hecho de hogar, familia y dinero. Pero los sucesivos tornados y las crisis económicas y las décadas neoliberales hicieron estallar esa promesa por el aire, dejando esquirlas de odio y de veneno que se licuaron como ahorros y se hicieron papilla. Una papilla chirle, que es lo que ahora tragan y eructan a cada paso los rumiadores, mientras bracean buscando escapar de esa llanura, pero sin lograrlo jamás. Porque el pueblo que los vio nacer, un pueblo indefectiblemente cuadriculado, aburrido y miserable, se les metió adentro ni bien abrieron los ojos, y los empezó a roer. A partir de ahí pasan el resto de sus vidas tratando de salir corriendo, subirse a un auto y acelerar a fondo y manejar por días enteros. Pero no importa lo que hagan, no importa donde vayan, siempre llegarán al pueblo natal. Es la gran pesadilla gringa: el pueblo que no cesa de retornar. 

Y no es que lo ignoren, el problema es que lo saben. Saben muy bien que no hay escapatoria y que no pueden hacer nada. Se quedan parados con una cucharita de té en la mano rumiando por qué el té, por qué la cucharita. 

¿Qué hay de nuevo, viejo? 

La mitad de los cuentos que integran Pequeños robos a la luz de la luna son textos breves, de una o dos páginas. Esto comporta una novedad en la poética lambertiana, como si su poder de condensación hubiese alcanzado un nuevo y personal límite. Se trata de textos en los que una única escena significativa está montada con mínimos elementos y, desde ahí, desde esa parquedad y esa economía de recursos, logra irradiar capas y capas de relato que aparecen sugeridas. ¿Son cuentos? Podrían ser poemas narrativos: logran mostrar sin decir. No palabrean. 

En “La avispa”, un hijo deja morir a su padre, a quien desprecia, mientras trabajan repartiendo huevos en medio del campo. En “El sátiro de la bicicleta”, el loco del pueblo sale todas las noches en bicicleta, desnudo, con una peluca “color mancha de tabaco”, desatando la ira de los vecinos. En “El índice de singularidad”, el dueño de una casa de revelado colecciona fotos familiares ajenas en las que busca detectar algo fugaz que podría nombrarse como lo indeciblemente humano. Una obsesión parecida a la que sufre “El hombre de la máscara”: un tipo que se mete de noche en las casas de sus vecinos para espiarlos mientras duermen, buscando atisbar el clic de lo real al encarnarse en un cuerpo que sueña. Va con la cara cubierta por una máscara casera hecha de cartón blanco y engrudo. Una máscara que es aterradora “porque me muestra tal cual soy”, dice el hombre, y la operación resulta por demás interesante: para revelar, primero hay que velar; para ver lo que es tal cual es, en uno mismo y en los otros, hace falta un velo. Y no cualquier velo, sino precisamente ese: el velo aterrador. 

De estas y otras cuestiones conversamos con el mismísimo Luciano Lamberti. 

¿Podríamos tomar esa operación que realiza “el hombre de la máscara” para pensar al terror como una especie de velo, como un mecanismo o dispositivo que permitiría ver lo más oculto de las problemáticas humanas? 

Me gusta esa idea de que el terror pueda trabajar con lo más oculto de las problemáticas humanas. Pero no estaba pensando en eso, la verdad, sino en un tipo que, harto del calor, se mete a espiar a la gente. Me parecía linda la idea de mirar gente, de ser una especie de voyeur. De última, lo que creo que ahí opera es esta condición contemporánea nuestra de mirar sin ser visto, digamos, algo más relacionado con las redes sociales y el stolkeo, esa cosa de mirar a la gente y que no te vean, ¿no? O de buscar un costado de la gente que no sea visible a simple vista, y que puede aparecer cuando está dormida. Eso pienso ahora, no es que lo escribí así. Yo no escribo simbólicamente, escribo literalmente lo que me gusta ver. 

Muchos de los cuentos que integran Pequeños robos… son muy breves, como si, más que contar, apostaran por sugerir una historia con apenas un par de trazos. ¿Por qué esta opción por la brevedad, por una condensación casi extrema, un rasgo que no estaba en tus anteriores libros de cuentos? 

Fue algo que hice un poco por leer a Etgar Keret y a Lydia Davis, que son escritores que trabajan con ese formato. Como escribo muchos cuentos trato de encontrarle nuevos desafíos al formato. A lo mejor si alguien los lleva a un taller de escritura le digan que no parecen cuentos en sí mismos… Creo que están más cerca de la poesía que del cuento, en cuanto al viejo concepto de cuento. Me parecía que dialogaba bien esa clase de formato ultra corto, que tampoco es microcuento, en relación a los más largos. Eran como una especie de descanso. 

Otra cosa que me llamó la atención en esos cuentos tan breves fue, por momentos, una especie de realismo extraño. Como si las situaciones se detuvieran justo antes de entrar definitivamente en el terror. Como si la brevedad no diera tiempo a desarrollar un clima de terror pero sí pudiera sugerirlo. ¿Coincidís? 

Sí. Cuando estaba armando el libro me daba cosa mezclar cuentos realistas con cuentos más descaradamente fantásticos. Pero después me di cuenta de que el nivel de realismo que manejo acá ni en pedo es un realismo costumbrista ni ceñido a la realidad. Los personajes siempre son excepciones, o están buscando y encontrando eso que no es del todo parte de la realidad… Es como El asesino de chanchos, que se pueden pensar como cuentos realistas pero donde también hay monstruos. Entonces, para mí, trabajar el realismo desde lo fantástico, o sea, encontrando lo extraordinario, lo singular, lo que ya empieza a dejar de ser realista, y viceversa, trabajar lo fantástico desde un realismo muy estricto, eso es “el coso”, si puedo entenderme a mí mismo… cosa que no sucede muy seguido.

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