La manzana y su forma

Por Germán Parmetler
“…La manzana no importaba,
Nada más la prohibición.”
Patricio Rey
Los cuentos de La forma de la manzana (Recovecos, Córdoba, 2008), de Delia Crochet (Rosario 1947-2011), fueron publicados, como indica el dato, hace catorce años. Es un lapso difícil para imaginar cómo se sigue leyendo una obra. Pasados catorce (u ocho o diez) años, ya se empieza a estar (aunque aún no se esté) “pasado de moda”. Después de veinte o veinticinco años de publicación, tal vez sea otra la historia (se rejuvenece, o envejece, bien o mal, pero definitivamente), y el tiempo –con la formación de los gustos, influencias sobre las novedades y mercado lector– va dejando sus hitos en la literatura. Esto al menos reduciría el trabajo de selección. Pero ya serían veinticinco o veinte años. No es nada para el tango, sí para la narración literaria. Y dicho sea de paso, ya que nombramos la música ciudadana, el primer libro de cuentos de Delia Crochet es de 1998 y se llama, en esa tradición argentina de títulos tangueros, Bajo la quieta luz de un farol.
Nada tiene que ver con el barrio (o con el tango) este libro de cuentos que hoy presentamos. Pero, como una música conocida (nos guste o no), hace catorce años o en la actualidad –con una firmeza tímida de clásico– los cuentos de La forma de la manzana no resultan indiferentes a la lectura, porque, como música ejecutada bien y a tiempo, se dejan escuchar.
El espacio, en apariencia impreciso (pieza de ciudad, pueblo de ruta) va ganando certeza por avanzar más desde un adentro (interiores humanos en habitaciones), igual de peligroso que el afuera, que aparece a ramalazos por los cuentos, con promesas de violencia urgente y libertad que se va complicando –si nos proponemos una lectura tradicional– hacia el cierre del volumen.
El primer cuento, que lleva el nombre de la colección (como las canciones tituladas con la primera palabra), nos presenta a la señora Mimí, que espera en un sillón a que llegue su marido; la narradora –pues cuenta como mujer–, pegada a la señora Mimí, nos hace saber (acotando en indirecto libre) que su marido le fue infiel toda la vida y ahora siente celos de una nueva vecina. Pero Romualdo, el marido, vuelve normalmente –nada es normalmente– y cenan en el comedor. Más tarde la señora Mimí se encrema y se van a su habitación. A la noche se despierta y Romualdo no está a su lado. Lo encuentra en la cocina pelando la fruta que ya sabemos, porque no podía dormir.
La forma de la manzana, que comienza con “La forma de la manzana”, nos propone, como el título, algo sencillo y pretencioso: que nos detengamos en esa tarea que habilita lo estético (la forma) de la palabra y la rehabilita para producir sentidos sobre quién nos cuenta (de la manzana) en una narración: la voz narradora.
Como cualquier símbolo literario, y más allá del mito religioso, su asociación a la Mujer y “la tentación”, la manzana se carga de interpretaciones posibles: celos, frustración, rencor, resentimiento, deseo, miedo, indiferencia, desolación, envidia, aburrimiento, odio y amor. Pero la interpretación, en ficción, es posterior. Primero aparece la forma, y se afirma convincente por más que la historia o los personajes (y sus nombres), los lugares o conflictos no atraigan a priori por parecer “de otra época”, o carecer de peripecias “cool”. Por la forma, todo eso (“el contenido”) destella luego con su luz particular. Y es tal arquitectura la que no deja de asombrar en la construcción de un buen libro de relatos.
De la celosa señora Mimí, exhausta y sostenida por el pilar extramatrimonial, nos vamos al cine del pueblo (lejos del mar y cerca del río), donde se corta la luz –la energía– y surge el tedio erotizado de la señora de Marturano, que sale al cine sin el señor. La luz vuelve (y vuelve el cine con su fantasía) y la señora de Marturano, como un Manuel Puig más lacónico y litoraleño, regresa al cine entre vecinas pacatas. De allí pasamos a una habitación de sanatorio en donde Norita Goy, después del horario de visita, se queda con el Bebe Luciani, su amante de toda la vida, y entonces –velando al hombre enfermo– se repasa la pulseada interminable que mantiene Norita contra la esposa del Bebe, que es también la pulseada de la grasa contra la concheta. Estos tres primeros cuentos comparten –además de la narración objetiva en tercera persona, pegada al punto de vista de mujeres maduras e infelices– dos temas que también comunican otros relatos de la colección: la doble (o triple) vida y el enfrentamiento sordo y mudo entre mujeres por hombres que actúan como fantasmas.
Prosigue un cuento de navidad, “Víspera”, con mucho calor y confitería paqueta, muy llena, donde nadie quiere ver a esa señora entre desfalleciente y mendiga (un monstruo) que chorrea y termina por irse. “Nadie atinó a nada”, dice la narradora. Nadie en la calle, ni en la parada final del colectivo, le quiere brindar la menor muestra de nada (justo en ese día de amor y vida). Sólo esa voz que la narra y que tampoco alcanza a nombrarla es –al menos– un anhelo de empatía. En el odio –aunque cueste creerlo, y más en Argentina– hay amor todavía. En la indiferencia ya no.
Un matrimonio de personas gordas, en un monoambiente que apenas les contiene, ve cada vez más lejana la posibilidad de unas vacaciones en la playa. Sólo les queda soñar, y seguir comiendo. Una madre viuda entrega a sus hijos menores de edad al mundo del trabajo y malvive con el recuerdo y la sensación amarga de, ese día, haberlos mandado al muere. Una mujer se mete en una galería céntrica, que comienza a parecerse a un barco laberíntico (como esos cuentos kafkianos de Steven Millhauser) y su cita y la línea de flotación quedan, como las vacaciones de los gordos, cada vez más lejanas: quedan allá, en la realidad. Una mesa (sí, una mesa) se entera por un diálogo manipulador (entre hombre y mujer) que el local en el que está tendrá destino de autoservicio. Quisiera gritar y corcovear –la mesa–, pero no puede: es una mesa. Puede sí ser narrada. El cuento se llama “La inteligencia de la madera”: si fuera ensayo se llamaría “La inteligencia de la narradora”.
El mejor cuento del volumen –para esta presentación– es “Cuando Dorita habló”. Allí hay una hija, Dorita, que le pide su parte de herencia a una madre sobreprotegida por un muerto (padre y marido), que no quiere una hija adulta.
Los únicos dos cuentos en primera persona (entre tantas literaturas del YO tan de moda), tienen como protagonistas a mujeres que se fueron del pueblo a la ciudad y vuelven por un hecho puntual, para armar otra mirada sobre los que quedaron y lo que quedó. En “Pompas”, la narradora vuelve al velorio del marido de una amiga de adolescencia. Y en “El amor en la hierba”, la narradora visita a otra amiga que dejó morir el cuerpo –“es un crimen”– por el Gato y su Padre. En estos cuentos se mezclan, relajada y fatalmente, la forma objetiva –tan santafesina– de Saer y los traumas familiares –tan sociales– de Faulkner.
Los únicos dos cuentos protagonizados por hombres (esos fantasmas) refieren a la posibilidad de matar por tierras (“Misiva”) y la necesidad de arreglar el auto para seguir trabajando (“Las teorías del doctor Fisher”). Es en esa estupidez masculina que gravita sobre los personajes mujeres (realistas) donde también se forja lo fantástico en estos cuentos.
Y los únicos dos cuentos en donde hay más “acción y aventura” nos muestran a mujeres que escapan. Una trabaja por un tiempo en la pensión de Borrell, cuya dueña es una viuda siniestra que le quiere controlar el cuerpo para que no llegue a “La región de lo irremediable”. Este es el único cuento en donde se nombran ciudades reales (Rosario-Buenos Aires). La otra que escapa es la del último cuento: “La pasajera”. Robó algo (no sabemos qué), y la persiguen y se mete en una zona pesada y desconocida (una villa en las afueras de la ciudad) en donde cualquier ayuda, por más honesta que sea, será inútil para seguir con vida.
Quince cuentos en total, como un alegato solapado en contra del afán por la novedad, del fetiche por la fundación de un territorio geográfico y del peligro de vivir movidos por fantasmas. Las mujeres de este libro son anteriores al Ni una menos, pero ya lo relataban –como en todas las épocas–, y los prejuicios, violencias y frustraciones que acá se imaginan aún persisten dominantes en la realidad.
“…y vio la mujer que el árbol era bueno para comer…y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, que comió así como ella.”
Génesis (3:6)
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