La infancia es un lugar

Sobre La nostalgia es un sello ardiente, de Natalia Litvinova

Por Karen Dellamea

Las imágenes de La nostalgia es un sello ardiente concentran un efecto al leerlas: nos llegan con la lejanía de un eco, de una atmósfera borrosa. Como después de un golpe. Da la impresión de estar viendo un film de cine mudo en el que los eventos son distantes en el tiempo y en la geografía. Quizás porque en estos poemas se narran los recuerdos de una amistad y una familia que quedaron en otro país y en otro tiempo. Lejanos, ambos. El relato no persigue un orden lineal, lo importante no es la disposición de los hechos sino las conexiones que establece la memoria. Por ello la mirada de quien habla se detiene en la quietud de los detalles: los objetos de la casa, las manifestaciones de la naturaleza, lo cotidiano. Es a partir de estas detenciones que sucede una nueva temporalidad, un nuevo lugar: “Hola Catalina, te vine a buscar, / tomemos té, hablemos”. 

Natalia nació en Bielorrusia en 1986 y en 1996, a sus diez años, emigró con su familia hacia Argentina. Es poeta y además, traductora y editora de la editorial Llantén. Cuenta que en su adolescencia leyó a Anna Ajmátova, a Marina Tsvetáieva, y a otres más, gracias a que su madre “había metido varios libros de poesía en la valija cuando nos trasladamos”. 

En la urgencia de una partida, la elección de las cosas que se decide conservar es más difícil que la de las que se decide dejar. Esa madre que mira, toca y olfatea los libros poco sabe del impacto que tendrán en su hija. Uno de los poemas de La nostalgia dice así: “Perder todo es fácil, / lo difícil es retener algo / hasta transformarlo / en una piedra preciosa, / en amuleto”. Las imágenes buscan transformar la cotidianeidad en un amuleto, en algo que no lastima. Natalia Litvinova hace de estos poemas un lugar en donde buscar y encontrar a su mejor amiga de la infancia, Catalina, a quien no ve hace dos décadas: “¿Estás viva?, / pregunto para despertar / alguna imagen / que guardo de vos”. 

Se reconstruye así una escena perdida, la de la infancia en Bielorrusia, con unas coordenadas temporales y espaciales ya borroneadas por el paso del tiempo. En esa escena, la protagonista es Catalina: “Catalina, sos abogada / pero no podrías defenderme / de la trama familiar / ni del exceso de nostalgia”. En su voz, la evocación de esta amiga lejana resignifica la trama familiar que no siempre funciona como un resguardo: “No sé las cosas que susurraba mi madre (…) / Si hubiera hablado de su infancia / o de su propia madre, / de los hombres que la volvieron loca, (…) / me hubiera resultado / más dulce / cada golpe que me dio”. 

A través de Catalina se condensan las preguntas por una experiencia sin articular, la del linaje femenino de la familia, la de una madre a la que “se le iba la voz” cuando la hija le preguntaba por su vida y la de su abuela, enviada durante la Segunda Guerra Mundial a un campo de trabajo forzado: “Lo que no pudo decirme / lo dijo su amiga Rita, (…) / una mujer que siembra / su alimento / y sabe que es tan importante / enterrar / como desenterrar”.

Nostalgia tiene su origen en el griego νόστος (nóstos) que significa regreso. Partir es también regresar. Y quizás la escritura de poesía tenga que ver con regresar para partir cada vez. En ese movimiento, en esa dislocación de los afectos, la nostalgia aparece en el cuerpo como un sello. La nostalgia es ardiente cuando, paradójicamente, contiene porque, como dice uno de los poemas, “Es amor / lo que persiste / cuando no hay trama. / Abrazadas somos / el peso exacto / que el viento / no puede derribar”. Catalina es la figura de enlace que reúne los fragmentos de una historia asociada a determinados lugares y recuerdos (“Todo eso / pegado a mi cuerpo / como una prenda húmeda”), para contar, esa historia, otra vez. Los poemas de este libro arman y desarman los lugares de la infancia y el recuerdo. Nos invitan a entrar en un compás reparador, que es el del tiempo-otro de la poesía. El efecto que nos queda es el del momento posterior a una caída, donde nos levantamos, a tientas, y el afuera comienza a reacomodarse lentamente. Lo que queda, es ir hacia ahí.

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