Los planetas fríos

Jean Hatzfeld: Una temporada de machetes

Por Lucas Brito Sánchez

¿Qué hay que tener para aguantar la lectura de libros terribles? Me refiero a libros que nos sumen en el terror y el asco. ¿Es algo con lo que nacemos? ¿Es un aguante adquirido, una destreza? ¿Hay que tener estómago? ¿Carecer de sentimientos mínimos? No puedo asegurar que haya terminado muchos libros, sí que leí de todo. Por curiosidad, esa cuerda tensa me llevó a toparme con un libro que me revolvió las tripas. No se trata de literatura fantástica, viene del mejor periodismo.

En 1994 los noticieros trasmitieron a los evacuados por las masacres en África. Miles de personas caminaban por las rutas de Ruanda llevando lo poco que tenían. En cuatro meses 800.000 tutsis fueron pasados por los machetes de los hutus. Dos etnias en guerra durante años desembocaron en algo brutal, inexplicable. 

¿En serio es inexplicable? En la cárcel los asesinos contaron que durante “las cacerías” comieron como nunca. Se quedaban con las tierras. Obtuvieron chapas para montarse casas nuevas. Tenían a su disposición las bicicletas y las vacas de los macheteados. Revisaban los cadáveres y les sacaban el dinero que llevaban. No había casi armas de fuego, salvo las que portaba el ejército, por eso el trabajo se hizo con lo que tenían a mano. Eran granjeros, solo había palas y machetes y azadas para la tarea.

Jean Hatzfeld, periodista nacido en Francia, obtuvo los testimonios de los asesinos durante las matanzas. A cambio de las entrevistas les llevó sal, azúcar, bebidas dulces, jabón y medicinas cada vez que los visitaba en la cárcel. El africano es un pueblo acostumbrado al intercambio. 

Hay un punto de vista clave en el libro que sirve para entender la historia en retrospectiva. 

Resume en pocos párrafos la construcción de un genocidio. Sin caer es comparaciones groseras, me parece una herramienta útil para entender distintas luchas políticas y sociales donde lo que prima es el fomento de suprimir y aniquilar al Otro. El reciente intento de asesinato a la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner es un buen ejemplo de esto. 

Cuenta Hatzfeld que a principios de los años cincuenta, Ruanda era gobernada por la aristocracia tutsi. Ese gobierno mantenía a los hutus en situación de servidumbre. En 1959 un levantamiento popular hutu derribó aquel gobierno e implantó una dinastía propia. Con los hutus al mando, los tutsis pasaron a ser mierda humana. Les aplicaron leyes de exclusión. Los llamaban parásitos. Los expulsaron del país. En 1990 los rebeldes tutsis entran en guerra con el ejército de Ruanda. El gobierno duplica su política de odio y despliega toda su fuerza. La radio como medio de comunicación, en una población mayormente analfabeta, tuvo un papel central. Los tutsis eran llamados “cucarachas”. En medio de este clima tenso, había un permanente llamado a que los hutus tomasen las armas y a deshacerse de los tutsis. Para 1993-1994 la cosa no daba para más y estalló.  

Ignace, uno de los hutus, contó desde la cárcel: “Las matanzas podían dar mucha sed y ser agotadoras y, muchas veces, repugnantes. Pero rendían más que el trabajo del campo. Sobre todo para el que no tenía buena tierra o tenía un campo yermo. Durante las matanzas, cualquiera que tuviera fuerza en los brazos traía a casa tanto como un comerciante conocido. No éramos ya capaces de contar las chapas que guardábamos. Nos levantábamos ricos, nos acostábamos con la panza llena, vivíamos saciados. El saqueo rinde más que la cosecha porque todo el mundo le saca partido de forma equitativa”.

Al presentar los monólogos de los asesinos Hatzfeld logró que emerja sola la desgracia. El horror encontró su propio tono. Ambos clanes son negros como el ébano, ambos caminan sobre uno de los continentes más empobrecidos del planeta.  

Existen miles de maneras de narrar una historia. Puede volverse una pesadilla. Las digresiones no son giros ni trucos. Machetear a un vecino. Un cuerpo explotando. La construcción de las pirámides y sus esclavos. Senderos desconocidos. Esas formas de contar pueden albergar un atajo para los inútiles, un coro de toses, un cúmulo de despropósitos, una sarta de mentiras, un abanico de posibilidades, un sinfín de desgracias. 

También en 1990 intentaron robar nuestra casa mientras dormíamos. Con mi hermano agarramos un machete que teníamos en el patio. Lo escondimos entre las ropas de nuestro cajón y pasamos toda una noche planeando qué le haríamos al ladrón si entraba de nuevo. 

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