Hola Salinger, gracias siempre

Por Ernesto Gallo

Soy fanático –a veces de forma irracional, a veces un tanto loco– de un autor al que defiendo a capa y espada. De ascendencia judía no ortodoxo, poeta que nunca escribió poesía. Me refiero a J.D. Salinger, a quien amo y envidio con todo el corazón.

Tuve la suerte de que un primo me regalara El guardián entre el centeno para una navidad. Empecé a leerlo en la cama cucheta de mi habitación, con el aire acondicionado a todo lo que daba para aplacar los cuarenta grados que hacía en Resistencia aquel verano del 2013.

Holden Caulfield tiene dieciséis años –la misma edad que tenía yo cuando lo leía–. Acaban de expulsarlo del colegio internado Pencey, cerca de Nueva York. Holden decide ir a un hotel a pasar los días previos a las fiestas, antes de volver a casa de sus padres y poner sobre la mesa la expulsión. 

Es una novela de aventuras, narrada en una primera persona muy bella, muy desesperada y musical. Salinger, lo sabe todo el mundo, es un maestro de la elipsis, del humor y de la tragedia: nos hace reír incluso hasta cuando lo traducen los gallegos. Pero, así como nos reímos, también nos angustiamos. 

Lo que más me impactó –aunque suene cursi– es la sensibilidad de Holden, la manera en que se detiene en detalles insignificantes, hermosos detalles: 

“Lo gracioso es que mientras le hablaba mucho, estaba pensando en otra cosa. Vivo en Nueva York y pensé en el lago que hay en el Central Park, cerca de Central Park South. Me pregunté si estaría helado cuando llegara a casa, y, si lo estaba, adónde irían los patos. Me pregunté a dónde irían los patos cuando el lago se helaba y la superficie del agua se congelaba. Me pregunté si vendría un hombre a recogerlos en un camión para llevarlos a un zoológico o algo así. O sí sólo se irían ellos a algún sitio volando.”

Terminé de leer la novela en unas vacaciones con mis hermanos y mi papá en Monte Hermoso. Una noche fuimos a pasear por el centro de la ciudad y, cansados de dar vueltas, nos sentamos en un bar. Recuerdo que hubo algo que me hizo estallar de la bronca. En una librería frente al bar había un libro de Marcelo Polino en la vidriera, y toda la gente entraba para llevárselo. Qué enojado que estaba, no podía entender que eligieran eso y no algo de Salinger. Yo quería que todo el mundo leyera El guardián entre el centeno. Yo quería escribir algo así, algo que le produjera a otro lo que esa novela me había producido a mí. 

Al poco tiempo conseguí en la librería de usados Las cañitas, en Resistencia, una edición de Nueve cuentos que tenía algunas páginas despegadas. 

Una noche leí de un tirón “Un día perfecto para el pez banana” y me pareció una obra maestra. (Ya sé que lo es, pero me gustó descubrirlo por mi cuenta). Muriel habla por teléfono con su madre en la habitación de un hotel costero mientras se pinta las uñas. Su madre está preocupada por la salud mental de Seymour, marido de Muriel. ¿Qué tanto le preocupa a esa madre? Tiene miedo de que Seymour le haga algo a Muriel, de que pierda el control. La escena siguiente es una de las más bonitas del mundo: día soleado en la playa, Seymour —pálido como un vampiro y en bata de baño— se acuesta en la arena y habla con Sybil, niña de unos cinco años que conoció mientras él tocaba el piano en el hotel. Hablan de meterse al agua a buscar peces banana. Al fin se meten, con una colchoneta inflable. Pero algo anda mal. No sabemos bien qué, pero algo se resquebraja. 

La tercera escena, ya lo habrán leído, es la pura tragedia. Y no hace falta decir más nada.

Ahora, cualquiera podría preguntarse cómo es que un escritor que produjo sus narraciones en las décadas del cuarenta y del cincuenta en Nueva York puede afectar tanto a un joven chaqueño setenta años después. 

En sus cuentos, en la novela y en ese híbrido que son las tres nouvelles sobre la familia Glass —Levantad, carpinteros, la viga del tejado, Seymour una introducción y Franny y Zooey—, Salinger provoca una incomodidad hipnótica en el pasaje de la ternura y la risa a la sordidez del dolor, la locura y la muerte. 

En El guardián entre el centeno, Holden reflexiona acerca de la lectura y dice: “Los que de verdad me vuelven loco son esos libros que cuando acabás de leerlos pensás que ojalá el autor fuera amigo tuyo y pudieras llamarle por teléfono cuando quisieras.” 

Es imposible llamar a Salinger por teléfono porque murió en 2010, pero en el remoto caso de que pudiera hablar con él, tendría primero el problema de que no sé decir ni una sola palabra en inglés. Aun así, me las arreglaría para decirle: hola Salinger, gracias siempre.   

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