Frazadas de papel

Por Miguel Ángel Molfino

Libros nuevos, libros viejos, /Las hojas apiladas tan juntas.

Una frazada de papel /Es mejor que ninguna.

¿Sabéis cuántos hombres presos/

No pueden dormir cada noche?Ho Chi Minh (Cuadernos de la cárcel)

El jueves 13 de octubre abrió en Resistencia la Feria Iberoamericana del Libro y Miguel Ángel Molfino dio el discurso inaugural. Desde aquí lo ofrecemos para el mundo:

FRAZADAS DE PAPEL 

La cárcel de la dictadura era un látigo de hierro y piedra que  azotaba noche y día sin descanso. Se había montado un sistema de destrucción de los presos políticos que excedía largamente lo perverso y la aniquilación de la identidad. Veníamos de los campos clandestinos, de la tortura y de la penosa sobrevida, y sin solución de continuidad nos arrojaban a las pequeñas celdas, a los olores mefíticos, al rumor de las ratas en las cañerías, a viejas frases escritas a uña y cuchara en las paredes.

“Mañana voy a estar en el paraíso”. Frase que hallé, escrita a dedo entintado en sangre, en la pared de uno de los tubos (calabozos mínimos) del piso siete de Coordinación Federal en Buenos Aires. Jamás olvidaré ese texto atroz. Esa última carta de un militante.

De modo que, puestos allí, nos propusimos sobrevivir, convertirnos en inmortales (para ellos, los milicos, que vivían —siempre— esperando nuestra muerte, el suicidio, o que entremos en la locura), cueste lo que cueste, esto es, cercenados de todo, como nos encontrábamos, militar en todo aquello que nos sorprendiera estar vivos y para que ellos nos vieran plantados en las celdas o en los patios grises de los recreos como verdaderos Hombres de Panfilov. 

Cada noche aciaga, cada madrugada con pesadillas de traslados, cada amanecer dichoso (¡seguíamos vivos!), nos abría el apetito de conversar por morse usando las paredes, hablarnos de ventana a ventana con el lenguaje de señas, tomar mate con el compañero de celda, leernos las cartas que nos enviaban nuestra familia, nuestros hijos o nuestra compañera. Y al rato, ya estábamos leyendo —turnándonos— la novela de turno.

EL LIBRO COMO PLAN DE FUGA

Los libros en las cárceles fueron factor esencial de supervivencia. Y de fuga. Yo estuve perdido más de una semana en las calles de Dublín por culpa de James Joyce. Pero esta es la historia que, por lo menos, viví yo en los pabellones que ocupé. Cuántos compañeros deambulando por Monpracén, el París de Hemingway, la Suiza de Thomas Mann en la Montaña mágica; cuántos de ellos que por primera vez salían de su Quiaca natal, del sur profundo del conurbano bonaerense, del Aconquija, de sus chacras misioneras y que recorrían el mundo hojeándolo en el aire metálico de los pabellones. La cárcel se esfumaba y todo el mundo era ese sueño de papel.

Leer era un modo de soñar. Compartir una lectura, una especie de sueño coral.

Borges decía que, de todos los instrumentos del hombre, “el más asombroso es, sin duda, el libro. “Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones del brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y la imaginación”.

En esa época de sequía literaria, empecé a redactar una revistita que escribía a mano (con dibujos del compañero Miguel El Pampa), cuyo nombre era De penal en penal, revista de deportes y no de traslados, donde cargaba a los compañeros que narraban anécdotas inverosímiles sobre sus vidas cuando estaban en libertad. Uno de ellos era Hugo Barúa, que nos contaba sus travesías en un bote a vela por la laguna Argüello. Su anécdota mereció salir en tapa de De penal en penal, como el Yatman del año.

De penal en penal duró varios números. Era clandestina, se pasaba secretamente de celda en celda, y un par de veces cayó en manos de los guardiacárceles y me ligué una flor de pateadura. Dejó de salir cuando nos trasladaron a otro penal.

Muchos compañeros, hoy en día, recuerdan esas ediciones que se esperaban como si fueran El Gráfico o Gente. Fue para mí una etapa hermosa, que aumentaran los milicos su odio sobre mí era como una condecoración.

Al tiempo de estar preso, comprendí que la libertad no es más que un picaporte y un libro. El picaporte de una puerta nos permite salir adonde nos lleve nuestra voluntad y en el momento que lo deseemos. El libro es el modo que adopta el infinito alterando las formas convencionales del tiempo y el espacio para crear mundos alternativos.

Al principio, sólo se nos permitía tener la Biblia como único libro. Yo poseía un ejemplar de la Nacar-Colunga (que me recordaba irremediablemente a Calunga, el indio que acompañaba a Poncho Negro, héroe de historietas de mi infancia) y cada preso cargaba con la suya. De aburridos que estábamos —veinte horas de celda y cuatro de recreo— la empezamos a leer. Con el paso del tiempo, en los recreos, hablábamos y discutíamos libros, versículos, salmos y epístolas como alumnillos de algún seminario. Estábamos listos para salir al mundo a predicar la palabra del Señor. Eso me divertía mucho. Bueno, creo que a todos nos pasaba lo mismo. Puedo demostrar que conozco la Biblia casi de memoria. Años después, leí que William Faulkner había dicho que en la Biblia estaban todos los temas posibles y que a los escritores sólo nos quedaba escribirlos de otro modo. 

En el penal nos vendían tabaco y papelillos para armar cigarrillos. De puro verdugos nomás, un buen día los milicos decidieron vendernos solo el tabaco y quedamos en bolas con el asunto de los papelillos. Hasta que reparamos en el famoso papel biblia, delgado, ideal para liar fasos y, en fin, empezamos a arrancar hojas bíblicas para hacer los cigarrillos.

Fue así que en los recreos podían oírse intercambios como estos:

—Che, Molfi, ¿qué estás fumando?

—Un Eclesiastés, está buenísimo este faso.

O:

—Nene, ¿vos estás fumando Corintios?

—Estás en pedo, César, el Apocalipsis de San Juan pega mejor, ojalá los hubieran fumado en el último Comité Central…

TALLERES LITERARIOS AL RAS DE LA PIEDRA

Las Biblias, o lo que quedaba de ellas, quedaron atrás y se nos abrió la posibilidad de que nuestros parientes nos ingresaran libros. Con ciertas y obvias censuras: no a los libros políticos, o a algo que se les parezca. Existía una rara sutileza en la Unidad 9 de La Plata: permitían libros de Vargas Llosa desde Conversación en la Catedral en adelante. La tenían clara: el Varguitas permitido era el quebrado, el que ya atacaba la Revolución Cubana y se había convertido en un apóstol internacional de la derecha.

Hubo, entre otros, un caso en que la ignorancia de los carceleros dejó pasar La cuestión agraria, de Kautsky —dirigente bolchevique y amigo de Lenin— al suponer que se trataba de un libro dedicado a temas de cultivo.

De esta suerte, fueron llegando grandes obras. Autores como Thomas Mann, Cortázar, Borges, Chandler, Dante, Hemingway, Scalabrini Ortiz, Shojolov, Neruda, Bram Stocker, William Faulkner, José Hernández, Lovecraft, entre muchos otros, formaban ese mundo heterotópico que para la gran mayoría de los compañeros era absoluta novedad. En poco tiempo, leer, la literatura, se convirtió en la principal actividad de las celdas —mate y novelas— y, a su vez, en el tema top de charla en los recreos. Compañeros a quienes recién se les había enseñado a leer y escribir, pedían libros de estilos arduos para cualquiera, sea novato o experto. Recuerdo al compañero Bulacio, un campesino simpático y muy inteligente, que fuera atrapado en el monte tucumano. Me pidió El sonido y la furia de Faulkner, “porque quería estudiar la historia del sur de los Estados Unidos”. Le expliqué que no se trataba de un libro de historia y que el narrador-protagonista era un minusválido mental, que era un libro bravo para comprenderlo. Se lo tuve que prestar y lo leyó, aunque jamás quiso compartirme su opinión sobre la novela. Estos compañeros —los que no habían leído libros— los buscaban como fuente de historia de los países: su formación política los orientaba para ese lado. Y de a poco, fueron comprendiendo que la literatura era un placer. “Cuanto más novelas leés, más te rajás de la cárcel”, les solíamos comentar. 

Esta fiebre de lectura llevó a que muchos quisieran escribir libros. Así nació un taller literario en un pabellón de la U9 La plata. Lo coordiné entre el asombro, la alegría y la energía que le ponían los compañeros. Se escribía en hojas de los cuadernos Gloria y luego me enviaban los trabajos a mi celda, donde yo los leía y comentaba.

Fue una experiencia maravillosa. Los compañeros que hasta hacía poco tiempo eran analfabetos ahora podían escribir —de su puño y letra— las cartas a sus madres, hijos, hermanos o hasta al párroco del pueblo. Otros escribían cuentos que, en general, los devolvían a sus infancias, a sus paisajes y seres perdidos. 

Los libros seguían circulando de celda en celda, recomendados de compañero a compañero, y cada visita que depositaba libros a alguno de nosotros, era una fiesta. Rápidamente corría la voz vía radio bemba y se confeccionaban las listas de prioridad de lectura.

Todo estaba organizado y planificado. También eso nos ayudó a vivir bajo las duras condiciones carcelarias. Y los milicos lo sabían. Cuando nos castigaban por alguna estupidez insignificante, nos mandaban a los chanchos (los calabozos de aislamiento), castigo que implicaba, además, carecer de un libro para leer.

Cuando nos quisimos acordar, los libros, leer, se convirtieron en cosas tan esenciales como el mate cocido, la tumba de fideos fríos plagados de gorgojos y las visitas o cartas de los familiares.

La idea de Ho Chi Minh era perfecta: los libros eran nuestras frazadas de papel.

UN COMPAÑERO DE LUJO

Quiero cerrar esta nota con el recuerdo afectuoso que guardo del mejor compañero de celda que tuve: Raúl Argemí.

Compartir veinticuatro horas con la misma persona, todos los días y por años, puede llegar a enajenar al mismísimo Lenín. Este no fue el caso.

Cagados de calor —la cárcel de La Plata en verano es un microondas insaciable— tomábamos mate, tereré y, alguna vez, hasta unos pajaritos (bebida de alcohol hecha de azúcar y naranjas fermentadas, más prohibida que aquellas de la Ley Seca). Leíamos a dúo, hablábamos de libros (leídos o por leer), escribíamos en nuestros cuadernos Gloria, cantábamos, escribíamos a dúo blues carcelarios y salsas cubanas, y nos cagábamos de risa de los milicos, de la puta cárcel y de nuestra propia situación de presos.

Nos podían matar en cualquier momento, pero queríamos vivir con tantas ganas que los libros y sus mundos de maravillosas ficciones nos sirvieron de aliciente para seguir. Hoy seguimos siendo amigos, cumpas y, además, colegas puesto que nos dedicamos a la novela negra, aunque Sopeto Argemí ya es un escritor consagrado en España.

Quiero cerrar con un artículo que escribió Argemi para una revista de Barcelona, que viene como anillo al dedo:

NOTA CON TERERÉ (Por Raúl Argemí)

Era verano. Un verano criminal como sólo puede vivirse cualquier enero en la provincia de Buenos Aires. Un calor que reclamaba monos, palmeras, quetzales, orquídeas, lianas enredando la selva, y se conformaba con la llanura infinita, el cemento de las ciudades y la humedad del Río de la Plata rezumando de las baldosas y las paredes, poblando de hongos los calzoncillos en el ropero y terminando con la paciencia del más estoico de los santos.

Hacía poco tiempo que Argentina había perdido la guerra por Las Malvinas, y los militares trataban de ordenarse en su fuga en desbandada. O sea que el verdugueo ya no era tanto.

Miguel Molfino y yo compartíamos celda en la cárcel de La Plata. En la ventana daba el sol en las horas más pesadas.

El Sol, recurrida metáfora, ha inspirado a centenares de poetas carcelarios. Pero, en verano, lo único que puede inspirar es ganas de suicidarse.

Para combatir la mala suerte de tener sol, Miguel y yo le dábamos todo el día al “tereré”. (Interrupción enciclopédica: el “tereré”, palabra de origen guaraní, designa al mate cebado con agua fría, con hielo y jugo de limón o de pomelo)

Hielo no teníamos, porque en las cárceles suelen faltar algunas cosas y sobrar otras. Pero limón, sí.

En esas circunstancias Miguel recibió de regalo No habrá más penas ni olvidos, de Osvaldo Soriano. Y nos encontramos entre los cuernos de un dilema. Ese día ya teníamos los “monos” atados, porque nos cambiaban de cárcel de un momento a otro. Lo que significaba que cualquiera de los dos que lo leyera primero dejaba al otro en ayunas. No había tiempo para el segundo.

Entonces fuimos salomónicos. Decidimos que mientras uno leía en voz alta el otro no pararía de cebar tereré, y que iríamos turnándonos.

Y así fue; no paramos con el tereré hasta terminar la novela de una sola sentada.

Recuerdo a Miguel, con el mate en una mano y el libro en la otra, los anteojos —gafas, para el mercado local— resbalándole por la nariz sudorosa, ahogando la risa, y haciendo gestos que contaban en tecnicolor y cinemascope. Estoy seguro que fui igualmente histriónico, porque cuando llegamos al punto final, los dos pronunciamos a dúo un elocuente:

—¡Que lo parió!

Sentíamos que en Soriano habíamos ganado un hermano, y que habíamos cargado las pilas como para que no nos doliera demasiado la próxima vez que nos cagaran a patadas.

Además, las coincidencias. Colonia Vela, la ciudad en que transcurre No habrá más penas ni olvidos —y también Cuarteles de invierno— contra lo que creen casi todos los críticos y la mayoría de los profesores de letras, existe. Más, yo estuve, de chico, en Colonia Vela.

Es una ciudad mínima, agrícola, cortada al medio por la vía del tren, que de un lado se llama así y del otro lado Gardei. No me pregunten por qué. Misterios de la burocracia y los ferrocarriles.

Cuando Osvaldo Soriano emigró de Cipolletti a Tandil, para jugar al fútbol como semiprofesional en Independiente, conoció Colonia Vela, se inició en el periodismo, y adquirió la cojera que truncó su sueño de alguna vez hacer un gol con la camiseta de San Lorenzo.

—¡Qué lo parió! —dijimos con Miguel, y nos quedamos pensando.

No habrá más penas ni olvidos transcurre en el ´75, cuando los parapoliciales y la derecha peronista se habían lanzado al exterminio de “zurdos”; mezclados y en colaboración con los que llegarían en marzo del 76 con sus planes genocidas.

El intendente del pueblo, un peronista de toda la vida, de pronto es destituido por izquierdista, pero se niega a aceptar la defenestración y resiste. Resiste con una modesta fuerza en la que se anota hasta el preso de la comisaría.

Enfrente, el aparato fascista, con apoyo oficial y pistoleros llegados como refuerzo desde Tandil.

En medio, al costado, o dónde se lo quiera ubicar, un grupo armado —que bien pueden ser los Montoneros— que dice hablar en nombre del pueblo y exhibe una soberbia por demás desproporcionada.

Por supuesto: al intendente y su fuerza los hacen picadillo. Pero, la batalla por la dignidad, que de eso se trata, cobra alturas de humor desopilante.

Miguel ya había perdido la madre, una hermana y un cuñado en esa clase de fragotes. Uno tenía sus propias historias. Pero los dos disfrutábamos de esa manera de contar la realidad, sin concesiones a la declamación ideológica, y rescatando lo que ambos sabíamos: que los mejores chistes se te ocurren en los momentos en que la muerte asoma la nariz.

Por eso, quizá, cuando en un último intento de resistencia cargan el avión fumigador con excrementos del corral de ganado y bombardean a las fuerzas de la derecha con una lluvia de mierda de vaca, llorábamos de la risa. Nada podía ser más justicieramente poético.

Nunca conocí en persona a Osvaldo Soriano. Y si lo hubiera tenido a pocos pasos, tampoco le hubiera dicho nada. Soy de los que en esas circunstancias piensan: ¿para qué me necesita? Y se borran.

De todas maneras, para uno, No habrá más penas ni olvidos sigue teniendo sabor a tereré, perfume a sudor de enero, y el calor del encuentro con un amigo que aguardaba sin saberlo.                                         

(Esta nota fue escrita originalmente para la revista Brigada 21, de España)

“El verbo leer, como el verbo amar y el verbo soñar, no soporta el modo imperativo”, decía Borges.

Nadie leyó en las cárceles por obligación.

Nadie debía leer por obligación.

Hubiera sido como convertir el placer en una forma sofisticada del martirio.

Muchas gracias

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