La di-sección del cuento
Esperar el tren con Alejandra Kamiya

Por Virginia Feinmann
Amigo, amiga, sentate. Bajá los hombros, respirá hondo. Vas a leer un cuento. No vas a ver un video, no vas a pasar el dedo frenéticamente por historias de tiktok. Tampoco vas a escuchar un podcast. Vas a leer un cuento como se hacía antes.
A partir del tercer minuto van a disminuir tu ritmo cardíaco y tu tensión muscular. Se activarán tu memoria de corto y largo plazo. Reducirás el estrés de la vida cotidiana en un 68%. Mejorará la calidad de tu sueño. Se expandirá tu vocabulario y tendrás más fluidez de lenguaje y agilidad mental.
Pero si REALMENTE querés completar la experiencia, después volvé que lo analizamos acá, en “La di-sección del cuento”. Hoy ➡ “El horizonte y la vía” de Alejandra Kamiya (https://www.pagina12.com.ar/392799-el-horizonte-y-la-via)
Sobre “El horizonte y la vía”, la propia autora dice: “Veo los temas de los que sigo hablando. Intentando cambiar, repito, e intentando repetir, inevitablemente cambio”.
En este y en todos sus cuentos, Kamiya trabaja el modo en que las palabras conviven con –o ganan su peso específico gracias a– el silencio.
No es que lo escriba literalmente (aunque a veces sí, como en “Arroz”: almorzamos en silencio. Un silencio liviano como el aire del que está hecho, y en el que se expresa mejor el sabor de lo que comemos). Tampoco es que sus personajes no hablen, sino que el silencio se siente al leerla.
Todo estaba lejos en medio de ese desierto. La vía, con la duda de haber sido olvidada. El horizonte echado por los cuatro costados. Puso su silla apuntando a la ciudad, de frente al viento, y allí se quedó. La madre de Ana había regresado sin que Ana se notara en la panza.
Sea por grande, por abierto, por quieto o por pequeño, todo trasunta silencio. Es posible que esto se deba a la ascendencia japonesa de la autora. Más que Kazumi-Stahl, incluso, Kamiya encarna rasgos de la cultura japonesa tradicional: quietismo, naturaleza, pudor. Haragei vs. parloteo occidental.
El rosario tenía una cruz de la que el Cristo se había perdido, dejando sólo la marca de unos clavos diminutos.
Qué modo tan sutil de la ausencia y el luto ¿no? A Kamiya no le hace falta decir la palabra silencio para que haya silencio.
Kamiya es la escritora de las comparaciones, de esas oraciones que se piensan con detalle, que cierran en sí mismas como poemas (como haikus) y que unen naturaleza y vida cotidiana usando la conjunción COMO.
Con forma de V, como las bandadas de pájaros cuando se van
La casa sola, como un error
dijo su abuelo como si hablara de pan o de agua
ombúes gordos como dos vigilantes
surcos junto a su boca como arados en la tierra
recuerdos como nubes que cambian de forma
lo metió en su estuche como en un ataúd
ojos oscuros como tronco de árbol
¿Llega a cansar?
En tanto recurso repetido, puede ser estilo, puede ser agobio, puede caer en formas menos ingeniosas. Acá me gustaron las que juegan con marcas gráficas del lenguaje: la boca entre dos paréntesis negros, la vía como una línea que subraya. En otro cuento suyo que se llama “Los nombres” dice: “siempre los demás exhibían la diferencia, la hacían caer sobre nosotros como un acento”.
La palabra, oral o escrita, está en cuestión: si Ana tiene una pregunta debe guardarla para cierto momento del día. Ante cada dolor familiar el abuelo deja de leer. Ana cree que el abuelo tose porque tiene algo atragantado para decir. Eso que no dijo –piensa– debería escribirse en su tumba. La boca de la abuela –su palabra– está entre paréntesis.
La naturaleza tampoco hace llegar las palabras esperadas. Los álamos parecen hablar, Ana sale en camisón, pero no es así. La vaca la mira con ojos que nunca decían nada. Los árboles callados. Las hojas mudas en las ramas. Y los pájaros que sólo cantaban lo que sucedía.
Hay una definición que me conmueve. Con la vejez, la abuela gordita quedó reducida a verbo y huesos. Eso era mi padre en sus últimos años, verbo y huesos, una imagen terrible y a la vez digna de la mayor admiración. Aquellos que a la decadencia del cuerpo le oponen el ímpetu de su intelecto, de lo que todavía no quiere morir, el último reducto de libertad cuando todo lo demás falla: la cabeza, las ideas, la palabra, la expresión, aunque casi no queden fuerzas ni con qué.
Pero hablábamos del silencio. El ruido en este cuento sólo irrumpe, paradójicamente, cuando el tren disminuye la velocidad. Una vez más, no hace falta escribir la palabra ruido. Pero es tanto lo que se ve en pocos segundos que produce barullo. La desaceleración del tren permite una aceleración de la prosa: los vagones, los pasajeros en las ventanillas, sus rostros, las manos de un niño pegadas al vidrio, las ropas de colores hasta los hombros y equidistantes.
En la calma que la rodea, esta enumeración da un poco de vértigo. Ana, por primera vez alterada, no puede parar de recorrer todo con la vista.
De manera inteligente, en un cuento que plantea como eje la dicotomía silencio/palabras, la resolución se construye con esos mismos elementos.
En el remate, Ana sintió algo para lo que no tenía palabras. Si le hubieran preguntado no habría sabido qué responder. El tren dejó un silencio que Ana nunca había escuchado antes. El violín quedó incapacitado de sonar y ella, consecuentemente, abandonó la casa.
Dejé para el final una particularidad de esta autora porque no sé si soy la única a la que le pasa. Una narradora siempre tan sensata y que sin embargo hace afirmaciones como mal calculadas o que van en contra del sentido común. En “Los nombres”, por ejemplo, dice: “Hay cosas que no tienen nombre. Ciertos momentos del día, como aquel rojizo entre la tarde plena de luz y la noche”.
Yo creo que eso se llama atardecer.
Acá: “El agua salía siempre helada. ‘De las entrañas de la tierra’ decía el abuelo”.
Y pienso que el agua de las entrañas de la tierra tendría que salir caliente. ¿O es fría porque sucede en el sur? Ya me dirán, lectores.
Por último: “el abuelo iba inclinado para el lado contrario al que sostenía el balde. Ana le tomaba la mano de ese lado y el abuelo volvía al centro”.
¿No le tendría que haber tirado de LA OTRA mano para enderezarlo?
Perdón, Alejandra Kamiya, por ser tan literal. Son como basuritas que me quedan flotando en la cabeza y que en nada impiden que disfrute –disfrutemos enormemente– de tu prosa.
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