Literatura y meteoritos
Entre el cielo y la tierra

Por Laura Aguirre
El cielo siempre estuvo ahí. Enigmático e intocable, desde un principio hubo quien se quedó mirándolo e inventó historias. La tierra también estuvo siempre ahí. Inmediata y palpable, desde un principio hubo quien la usó y aprovechó sus frutos. El cielo y la tierra estuvieron siempre ahí y hubo quienes notaron, con fascinación, que la tierra puede ser observada como se observa el cielo, y el cielo, como la tierra.
No encuentro un discurso que comunique mejor esa experiencia de fascinación que la literatura. Hay una literatura que se pregunta por los límites entre la tierra que pisamos y el infinito, entre el mundo circundante y el universo. La literatura regional es justamente eso: una literatura que mira la región, el suelo, como un lugar completamente nuevo, un punto de partida para la invención.
El montaje obsceno de Claudio Rojo Cesca, Tres truenos de Marina Closs, El interior afuera de María Lobo, No es un río de Selva Almada, Los llanos de Federico Falco, Teoría y práctica de Francisco Bitar, La desobediencia de Claudia Masin, Disminuya velocidad de Franco Rivero, son algunas de entre muchas obras de la literatura argentina actual que apuestan estéticamente por la región. Una voz auténtica sale de ahí, de la experiencia artística de un/a escritor/a que siente la tierra que pisa y mira el infinito.
Hace unas semanas leí Campo del Cielo de Mariano Quirós. La obra tiene diez cuentos relacionados con los meteoritos del Chaco. “El Nene”, el primer relato, trata sobre Quique, un chico raro que vive cerca de Campo del Cielo y se la pasa totalmente abstraído de su entorno y contando historias sobre meteoritos.
El narrador del cuento es el padre que observa, con mucha angustia y cariño, el comportamiento singular del hijo: “alguna cosa del material con que los meteoritos están hechos provocan algún tipo de efecto en mi hijo”. La rareza llega al extremo cierto día en que Quique desaparece y el padre lo encuentra en el monte abrazado a un meteorito. Estupefacto detecta que “se había sacado la ropa –toda la ropa, estaba en bolas– y se frotaba contra la mole. Como si se cogiera al meteorito”. El chico está fuera de sí, no entiende nada, y entonces el hombre lo saca a la fuerza y consigue despabilarlo a los sopapos. Cuando acaban el forcejeo y los gritos, permanecen los dos sobre la tierra acostados boca arriba, mirando el inmenso y extraño cielo chaqueño.
La lectura me lleva a Los meteoritos de Campo del Cielo de López Piacentini, un informe bello y breve publicado en 1961 por el Museo de Ciencias Naturales del Chaco. La prosa es la de un escritor apasionado por la historia de un lugar con un pasado tan insólito y violento como el del Chaco.
Comprueben por ustedes mismxs la pasión: “Aquí, bajo este mismo cielo, límpido, hace cientos de años, la bóveda celeste se iluminó ante la aparición de un cuerpo desprendido de otros mundos y luego explotó, durante su caída, para chocar estruendosamente con el suelo del Chaco. Quizá se repitió el hermoso espectáculo de la caída de esos cuerpos, observados muchas veces en nuestro cielo, con su tonalidad amarillo-verdoso que se transforma, al penetrar en la atmósfera, en rojo fuerte para luego ir decreciendo, hasta obtener el amarillento bermejo”.
¿Cuál es la fuente de Piacentini? No es otra que la imaginación y la experiencia singular que viene de ahí, de mirar el cielo. El historiador lo sabe y por eso, además, es un artista.
La escritura es precisa y a la vez ambigua. Piacentini describe y narra con certeza, a la vez que inventa, piensa e interroga. Incluye fragmentos de fuentes históricas que reconstruyen las distintas expediciones realizadas a Campo del Cielo –parte de la documentación aparece ordenada en un apéndice al final–. Atrapa a lxs lectores desde el primer momento con una cita de Víctor V. Maris, fundador y director de la Oficina Meteorológica de Laguna Blanca, que decía, en 1889, en referencia al cielo del Chaco: “En cuanto a su cielo es muy hermoso, mayormente de noche, siendo excepción las nubladas, fuera de cuando se aproxima una tormenta, lo cual para un observador astronómico es un verdadero deleite”.
¿Qué cosas despierta el singular suceso de un gran cuerpo celeste cayendo sobre la tierra? Desde la primera expedición de 1575 se imaginó y buscó el “Mesón de Fierro”, un supuesto depósito de hierro que habría en el suelo chaqueño. Sea por avaricia o fascinación, el lugar derivó en una serie de relatos que intentaron explicar la caída de una enorme masa proveniente del cielo.
Como si la intención fuera perpetuar la maquinaria de imaginación que pone a funcionar el fenómeno, Piacentini cierra el informe así: “Sólo a título de curiosidad, diremos que en diversas oportunidades aviadores que han sobrevolado la zona del oeste chaqueño, al llegar a la región de Campo del Cielo, para ser más precisos sobre la localidad de Zuberbühler, notaron, no sin sorpresa, que la aguja tenía una desviación de cinco grados. Cabe una pregunta: ¿Es ello debido a la influencia de restos meteóricos que aún se encuentran sepultados en la región sin descubrir?”. El dato curioso y la pregunta aluden a la experiencia que impone lo desconocido, a la imaginación que nace de la contemplación de lo imposible.
Mirar el cielo, el universo, no es un gesto inocente o pasivo, sino un acto que moviliza la imaginación y produce ciertos efectos en la realidad. ¿Se acuerdan de las películas Armageddon o Deep Impact? Lxs periodistxs dicen que esas fantasías catastróficas ahora nos quedaron viejas: la semana pasada una nave de la Nasa por primera vez desvió la trayectoria de un asteroide. Dimorphos mide unos 160 metros de diámetro y los informes repiten, con insistencia, que no representa riesgo alguno para el planeta. Mientras la ciencia –¡ay, Esperancita!– busca tranquilizar, ordenar y domesticar lo indomesticable, las imágenes que circulan conectan con algo del orden de lo imposible. (Oirán por ahí la historia de la bestia dimorpheana de dos cabezas que, fascinada por el impacto de un objeto caído del espacio, levantó la mirada e hizo foco en una estrella brillante y celeste.)
Mientras tanto el cielo, que siempre estuvo ahí, amenaza bombardeándonos con meteoritos. Como si quisiera despertarnos, despabilarnos a los sopapos, exige que miremos hacia arriba y recordemos nuestra fragilidad. “Su fuerza encendida podría / haber desintegrado el planeta”, dice Alicia Genovese, y, sin embargo, después de todo “es un cuerpo del cielo / y trae un inmenso más allá”.
Dejá un comentario