Entrevista a Javier Núñez

Encender un fuego

Por Ernesto Gallo

Las narraciones de Javier Núñez se distinguen por el tratamiento preciso del azar. Se impone la sensación de que los personajes anduvieran solos, marcados por desgracias, y a la vez determinados por nada en particular. El azar contamina las historias, y provoca que situaciones universales ―abandono, ausencias, duelo―, se conviertan en experiencias marcadas por la singularidad de cada personaje. Entonces, el trayecto de cada uno deviene en un pulso vivo, en un mundo que Javier ficciona con maestría. 

El manejo de lo inesperado ―que remite tanto a felicidades como a penurias, eso que funciona como el corazón de la máquina literaria de Javier, y que no se agota en el argumento, sino que abarca la prepotencia de trabajo para que la forma determine el efecto que busca― también aparece en las columnas literarias que escribe, donde explora formas distintas de la narración, aunque nunca deje de contar una historia. Ensayos que coquetean con cuentos y crónicas, a veces autobiográficos, sin abandonar el artificio: el narrador es una ficción de la voz de quien escribe. 

Javier Núñez nació en Rosario en 1976 y ha logrado una obra narrativa sólida, una construcción de estructura firme con bifurcaciones que van del cuento a la novela, de la crónica al ensayo. 

Algunos de sus libros de cuentos son La risa de los pájaros (2009, Ciudad Gótica), Praga de noche (2012, El ombú Bonsái, editado en Nueva York por Sudaquia Editores). También practica el oficio de contratapista, lo que puede apreciarse en El pulso secreto de las cosas (2022, editado por Palabrava), donde reúne una buena cantidad de sus contratapas del diario Rosario12. 

Su novela La doble ausencia (2013) ganó el Premio a Primera Novela “Sergio Galindo” en México, y fue editada en Argentina por EDUVIM; también es autor de Después del fuego (2017) publicada por Le Pecore Nere, y de la reciente La música de las cosas perdidas (2022), editada por la UNR Editora. En enero de 2022 ganó el Premio Casa de las Américas con su novela Hija de nadie, todavía inédita, novela que esperamos con ansias. 

-En La música de las cosas perdidas el narrador reflexiona sobre la relación entre Jimena y Andrade. Dice: “sintió que estaba ante un hombre con el que podía encontrar refugio a las preguntas sin respuesta de la vida. Así lo dijo: refugio a las preguntas sin respuestas. Quería decir que nadie puede garantizar todas las respuestas y que tampoco hace falta. Pero acaso haya gente que sea un buen lugar donde guarecerse ante la incertidumbre de la vida. Y ella pensó que Andrade era una de esas personas.”

Entonces, la pregunta sería: ¿Es la literatura -tanto en la lectura como en la escritura- un buen lugar donde ampararse?  

-Supongo que a veces nos sirve de refugio porque es un buen lugar al que escaparse por un tiempo o donde encontrar consuelo para heridas que ni siquiera reconocimos todavía, y a veces es como un mapa. A lo mejor leemos para descifrar el pulso, la respiración de un mundo que casi siempre resulta absurdo e indescifrable. Creo que entre tantas cosas que somos, somos, también, los libros que leímos; y que eso nos ayuda a interpretar el universo que nos rodea. Pero cuando lo pienso desde el lado de la escritura no sé: no tengo la sensación de amparo, sino más bien de un terreno de riesgo. Tengo la sospecha de que escribir es producto de alguna incomodidad o sensación de extrañeza con el mundo que nos rodea, una especie de grieta, porque siento que no son las respuestas sino las preguntas las que me empujan a escribir. Que lo hago cuando hay algo, en una historia, que genera zozobra, y pone las cosas a temblar.

-En otras entrevistas y en el texto “La música de las siestas”, que está en El pulso secreto de las cosas, contás que empezaste a escribir en la niñez casi adolescencia. ¿Ubicás algún momento en tu vida donde dijiste con respecto a la literatura: esto es algo serio? ¿Hubo algún tipo de corte con aquella primera forma de escribir?

-Creo que lo que hubo fue un punto donde empecé a tomarme más en serio el oficio, es decir: trabajar los procesos de escritura, las formas, corregir más, etcétera, para que los textos pudieran lograr ciertos efectos determinados. Eso es lo que puedo haber tomado en serio: el cómo y no el qué. Trato de escaparle a la sacralización de la escritura o a esa idea de una Literatura con mayúsculas. Si hubo cambios en los temas que escribía —naturalmente los hubo— tienen que ver con que a medida que uno se hace más grande se trasforma la mirada, y también las cosas que quiere contar, o las cosas que lo preocupan. Pero creo que en algún punto hay cierta continuidad. Ahora, como entonces, lo que trato sobre todo es de contar una historia, y que eso sirva para contener, para incomodar, para distraerse del mundo, para que las cosas duelan un poco menos. Sigo queriendo hacer con mis historias lo que las historias de los otros hacían conmigo. No sé. Encender un fuego que dure un rato, y que alguien tenga ganas de quedarse ahí, a la luz del fuego, a ver cómo termina.

-También en el Pulso secreto de las cosas el narrador ensayista debate acerca del oficio. Al fin de cuentas, ¿es la escritura un oficio solitario, o es más bien algo que se realiza con otros? 

-Hay un momento de profunda soledad en esto que hacemos, un punto donde estás a solas con el texto y pasás un montón de horas encerrado en una habitación o donde sea, sin otra compañía que los personajes que te empeñás en inventar. Pero eso es apenas una parte. Después, cuando el texto ya empezó a tomar forma o alcanzó una versión más o menos presentable, empieza un recorrido donde el quehacer literario se encuentra con lo colectivo; tanto en el proceso de corrección —donde pueden aparecer los lectores de confianza, los talleres, los editores— como en la circulación, donde participa todavía mucha más gente. Incluso para llegar a ese momento de profunda intimidad entre un lector solitario y un texto —donde además se rompe otra vez la idea de individualidad, porque se produce un encuentro—, hay todo un circuito en el que intervino un montón de gente. Por eso creo que siempre es con otros.

-¿Es importante para vos el reconocimiento de tu obra en Buenos Aires? 

-Hay una dinámica establecida y una concentración del mercado que hace que la legitimación de un autor pase siempre por Buenos Aires, eso es innegable. No tiene tanto que ver con lo que queremos o deseamos sino con lo que es. Creo que los escritores de provincia corremos con desventaja siempre, porque nunca deja de haber un centro y periferias y eso produce una invisibilización muy grande de lo que se escribe en los márgenes. Porque incluso cuando se mira hacia ahí también aparecen las etiquetas, y aparece otra cosa que tiene que ver con cierta idea específica de la “literatura del interior”, una especie de demanda del mercado o de los circuitos editoriales. La literatura nacional es siempre lo que se produce en la región del Río de la Plata y lo demás es algo que parece estar por fuera de eso, una literatura con aclaraciones: regional, de provincias, del interior, etcétera. Pero a lo mejor esa condición de marginalidad también nos libera de las tendencias de época o de mercado y se vuelve una condición propicia para intentar algo distinto.

-¿Cuál fue la primera lectura que recuerdes que te haya dado ganas de escribir, en la que dijiste, cómo no se me ocurrió esto a mí? ¿Y la última?

-Las primeras que recuerdo tienen que ver con historietas de la revista Fierro. No sé si era “cómo no se me ocurrió a mí” o simple fascinación y ganas de escribir algo de ese estilo. Creo que mis primeros cuentos salieron así, imitando historietas fantásticas o de ciencia ficción. Tenía doce o trece años, y hay dos que recuerdo con cierta precisión. Las dos se apoyaban en la sorpresa final: en una, había un tirano intergaláctico condenado a muerte que, en lugar de ser ejecutado, se lo sometía a un castigo que enviaba su conciencia a un planeta remoto, y ocupaba el cuerpo de un bebé en Berlín, y te dabas cuenta de que era Hitler; la otra era una guerra futurista por las Malvinas que acababa con la retirada de las tropas inglesas pero que en el último cuadrito revelaba que era porque acababan de invadir la parcela que la ONU nos había asignado en la luna. Las recuerdo con una mezcla de nostalgia e inocencia. Y la última fue hace un par de años, con algunos cuentos de Aimee Bender. 

-¿Qué papel juega el oficio de contratapista en tu narrativa? ¿Cómo nacen tus contratapas?

-Sin dudas nacieron como algo externo, porque había una búsqueda que tenía que ver con correrme de la ficción y encontrar un registro y un formato nuevos, algo que me permitiera tomar un tema o contar una situación real usando elementos de la crónica, el ensayo o la reflexión personal. Pero encontré una voz personal que tomó cuerpo, y un espacio donde me empecé a sentir cómodo y me quedé instalado un buen tiempo, y esos textos le terminaron dando forma a un par de libros. De modo que la sensación es que sí, hoy lo veo como una especie de brazo que se desprende del río. 

-Ganaste varios concursos literarios, tanto de cuentos como de novela, y el último es nada menos que el Premio Casa de las Américas. ¿Qué lugar ocupan los concursos literarios en tu trabajo? ¿Qué le dirías a alguien que da sus primeros pasos en el oficio sobre los concursos? ¿Cuándo se viene la publicación de Hija de nadie?

-Creo que los premios funcionan como legitimadores, te abren puertas y te ayudan a empezar cuando sos un escritor inédito o te sirven para mostrar lo que venís haciendo. Supongo que te otorgan una dosis de visibilidad circunstancial. A mí me tocaron en diferentes momentos: el del 2012 lo sentí como algo iniciático, fundacional. Creo que me permitió arrancar, empezar a instalarme en el oficio; y el de ahora me ayuda a mantenerme en marcha en un oficio que, por lo general, tiene más frustraciones que alegrías. La novela se va a publicar el año que viene en Cuba, pero todavía no tengo planes de edición encaminados para publicarla acá o en otro lugar.

Y con respecto a los concursos, a alguien que da sus primeros pasos le sugeriría, primero, que evalúe las características del concurso —el premio, las bases, quiénes conforman el jurado, si cree que el manuscrito está a la altura—. No tiene mucho sentido mandar por mandar, los concursos no sirven como termómetro: la mayoría de las veces uno no tiene idea si al jurado le pareció un espanto o si le pareció genial, salvo que el texto gane. Y le diría también que se prepare para la frustración y para saber volver de la frustración y seguir escribiendo. Hay que volver siempre: de la derrota y del éxito. Hay que aprender a volver para seguir escribiendo. 

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