Sobre Guasca, de Franco Rivero

El poema es un ritmo

Por Maia Bradford

Hay textos que parecen confirmar ciertas intuiciones. Vamos leyendo y es como si se desplegara una confirmación. No es que vamos al texto queriendo encontrar eso que buscamos, pasa al revés. El texto, de repente, nos revela eso que no sabíamos que sabíamos, y que no estábamos buscando. 

Guasca es el sexto libro de poemas de Franco Rivero, editado en conjunto por las editoriales Deacá y Dominga Amarilla. La ilustración de tapa, de Josefina Wolf, presenta en fondo rojo la imagen de un guasca: un chongo, un hombre agachado, con las piernas abiertas, los talones levantados, en una de las poses disimuladamente provocativas que aparecen en los poemas. El guasca está en short, en cuero, y la remera le cuelga a ambos lados del cuello, por eso agarra cada punta con una mano y el gesto le hace tirar la cabeza levemente hacia atrás. Los ojos están cerrados y la cara parece estar recibiendo un rayo de sol o una mirada furtiva. 

Adentro del libro, arranca el primer poema: “Juegan a la pelota cuando llueve/les gusta/ vienen a eso/llegan a la cancha cuando empieza a llover/juegan porque llueve/porque les gusta la lluvia/ pero tienen que hacer algo masculino/en ella”. En todos los libros de Franco, y especialmente en este, aparecen con mucha fuerza tres presencias: una voz, un tono, unas imágenes. Brotan del texto con la lectura, se nos imponen, como pareciera también imponerse la necesidad de leer estos poemas en voz alta. Lo hagamos o no, con el correr de la lectura una certeza se revela: es el ritmo lo que impulsa y organiza el poema, cada poema, todos los poemas, la poesía. Quizás esa autoconciencia sea lo que define la poesía de Franco. Sabe que el ritmo atraviesa los signos más allá del sentido, que quien dice yo en el poema lo dice también a través de él, que las presencias del poema son rítmicas. Sabe que un ritmo es una visión del mundo y que cada poema tiene el suyo. 

El mundo de Guasca es el pueblo, cualquier pueblo de Corrientes, o de cualquiera de las provincias de por acá. Están los pájaros, los perros, las casas, las motitos, el campo, los bailes, los parlantes, los guascas. Está la violencia antigua que habita el campo, la que se desata, hace sus destrozos y se repliega para quedar latente. Está el deseo homoerótico que en el pueblo se esconde porque no es lugar para putos, pero sí para pasiones intermitentes atrás de un árbol, en lo oscuro de la chacra, en una pieza calurosa. Son diecisiete los poemas del libro, pero bien puede leerse como una novela corta, va armándose una historia que se mueve en el tiempo y se nos cuenta en versos a través de la mirada pícara y sagaz de la voz del poema.

Cuenta Franco que tardó veinte años en escribir el primero de los poemas. El dolor también tiene su ritmo. Como los guascas: el ritmo de los guascas jugando al fútbol; el de esa ceremonia íntima de la cerveza después del partido; el del guasca que vuelve horondo y caliente por el camino polvoriento del pueblo después del baile; el del guasca cogiendo con otro guasca. Las imágenes de los poemas también son rítmicas: “Ahora me miran pasar/siento ojitos/en la espalda/y sonrío/ni en pedo/hubiese ideado/final tan épico”, dicen los últimos versos del libro. El relato que estos poemas cuentan, como en la narración épica, incluye hazañas así, íntimas y en apariencia discretas, pero de una magnitud que el lector conoce. 

Al final del libro aparece el ñe’eryru, una especie de diccionario con las palabras del guaraní y los modismos propios de la zona que intervienen la lengua que se habla en los poemas: kambá (morocho), chrá (atrás), por ejemplo. La traducción de ñe’eryru sería algo así como “recipiente de la lengua”. Un intento por organizar y contener el desborde de la oralidad, que también es un ritmo. 

De gestos mínimos y sus revelaciones está hecho este libro. Captadas por el decir del ritmo, para que su belleza y esplendor lleguen hasta nosotres. 

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