De Variación sobre la costa Litoral

El poder del círculo, un cuento de Beatriz Actis

Me asomé a la vereda lluviosa y giré la cabeza hacia la derecha; vi al fondo de la calle, que a esa altura desciende, la copa de un lapacho florecido contra las paredes grises del edificio de la Aduana. Esa imagen me alegró la mañana. Después entré a un locutorio con cíber (no tengo computadora portátil) y busqué datos sobre lugares en que vendieran monociclos; no eran fáciles de encontrar. Al fin di con uno, pero no en Rosario sino en Coronda. Me subí al Estrella de la Costa en la Terminal después del mediodía y por la ventanilla vi el campo, monótono, interminable (saliendo de la ciudad, ya no llovía). Tenía por delante un par de horas de viaje.

Bajé del ómnibus en Coronda a las tres de la tarde. El cartel de bienvenida mostraba campos sembrados de frutillas y la leyenda “La ciudad de los rojos rubíes”. El pueblo parecía vacío por completo. Pregunté por la dirección en una estación de servicio; caminé unas diez cuadras —había veredas que ostentaban, como en Rosario, altos lapachos florecidos— y llegué a una casa sencilla, sin ningún cartel que la identificara como comercio. Me atendió un hombre de unos sesenta, sesenta y cinco años, o tal vez más. Me dio la mano y me saludó: “Chiavassa, mucho gusto”; me hizo pasar y dijo que era su hijo quien ofrecía a través de Internet los monociclos que él fabricaba. Fuimos hacia el garaje, convertido en taller; para eso atravesamos la cocina, en donde una mujer, la esposa del fabricante, estaba preparando el mate. Me saludó con una sonrisa y dijo: “Enseguida les voy a cebar”. 

El monociclo era rojo; la pintura brillaba, impecable. El hombre me empezó a contar cómo había empezado “en esto”. Había trabajado más de treinta años en la bicicletería del pueblo cuando se le ocurrió experimentar (“probar”, decía). Construyó, primero, una bicicleta doble de las usuales (“comunes”, decía), después se le ocurrió la idea de una bicicleta doble pero horizontal, en la que los dos ciclistas fueran sentados uno al lado del otro y hubiese cuatro pedales. 

Hacía unos años, un circo pobre había dado funciones en Coronda y el dueño le encargó un monociclo jirafa sobre el que los malabaristas harían sus acrobacias: “Fue el primero que construí de ese tipo”. El hombre había tenido miedo de que no le pagara, pero el dueño del circo sí lo hizo y además le regaló entradas para la función. “Los llevé a los dos nietos —dijo—, y vino también la patrona”. La patrona asintió; en ese momento, estaba esperando que yo le devolviera el mate, corto, dulzón y con gusto a hierbas serranas. Después me preguntó cómo se me había ocurrido comprar un monociclo, para qué lo quería. (Debía llamarle la atención que yo fuera una persona de edad madura y sin aspecto de trabajar en un circo o de hacer acrobacia en las esquinas a cambio de propinas; quizás también lo intrigara mi ojo defectuoso que podría afectar el equilibrio). Me dio pudor decir que era para mí y le dije que iba a regalárselo, como una sorpresa, a mi hijo. 

Antes de que me fuera, me mostró su tesoro: un velocípedo. Lo tenía en un rincón, cubierto por una funda. Lo destapó como en un acto de magia, tal vez como influencia del circo del que de alguna manera formó parte. Yo solamente había visto velocípedos en las películas mudas o en dibujos antiguos. Me dieron ganas de salir al patio o a la vereda para probarlo, pero el hombre no me ofreció esa posibilidad y no me pareció bien pedírselo porque la mentira anterior sobre el regalo sorpresa al hijo inexistente iba a quedar al descubierto. Al final, fuimos a lo nuestro. Examiné el monociclo, lo levanté; resultó ser liviano. El precio era razonable, y yo ya estaba al tanto porque era el que había estipulado con el hijo de Chiavassa a través de Internet. No lo probé porque tendría que practicar mucho antes de lograr el equilibrio necesario para treparme y andar. Ya había cruzado la puerta y el fabricante volvió a hablar: me pidió que, cuando mi hijo pudiese dominarlo, por favor volviera a Coronda con él. “Nunca vi a nadie viajar en uno de mis rodados (pronunció “rodados” con cierto orgullo), salvo en el circo”, dijo. Le hice una vaga promesa de que mi hijo inventado regresaría, heroico, montado en su rueda. 

*

El Parque Urquiza estaba desierto a las dos de la tarde de un día de semana, pero los pocos que pasaban nos observaban (a mí y al monociclo) con cierto burlón detenimiento. Solo los niños parecían admirados. A veces, un perro vagabundo nos ladraba. Me puse entre una mesa y un banco, clavados al suelo, en el sector en que la gente hace picnic en los días feriado. Apoyé los brazos en mesa y asiento, que estaban cerca, mientras, en el medio de ambos, subido al monociclo, trataba de hacer equilibrio. Iba controlando con el reloj la duración de cada intento. Al principio, no lograba mantenerme sin apoyo y sin caer por más de cinco segundos; recién horas después —avanzada la tarde— pude dar un par de pedaleadas. Trataba de evitar, en la medida de lo posible, los golpes más estrepitosos. 

La cancha de bochas cercana se había ido poblando de jubilados. Uno gritó, mirando hacia mi lado: ¡Andá a laburar! Por un instante pensé que podría pasar por ahí algún conocido y ver mi práctica incipiente, aunque a esa hora y en ese lugar no resultaba muy probable. No me preocupó, sin embargo; estaba concentrado en lo mío, en mantener el equilibrio, en echar a andar sin grandes tropiezos por los caminitos del Parque. 

En esos primeros días tuve una sola caída contundente, cuando intentaba andar fuera de los límites de banco y mesa de cemento que me contenían. Salté, quise caer parado pero tropecé con una piedra — seguramente era una piedra— y caí, no de rodillas ni con las manos apoyadas sino despatarrado sobre el pasto. Recordé que el fabricante me había contado, en Coronda, que, tras haberle vendido el monociclo jirafa al dueño del circo, alguien del pueblo le encargó otro. Después de una semana, se lo devolvió, abollado y con raspones en el cromado, argumentando que no funcionaba y que quería de vuelta su dinero. 

No me gustaba practicar en el Parque los fines de semana, cuando se llenaba de gente, porque, si bien ya dominaba bastante el rodado, como lo llamaba Chiavassa, la visión de un hombre adulto en monociclo, y no de un joven acróbata, despertaba cierta reprobación. No quise dejar que eso me afectara, pero me daba cuenta de que de algún modo velado sí lo lograba. A veces creo que la alegría íntima de vencer un obstáculo, de probarme a mí mismo que podía hacer algo en primera instancia difícil, complicado, no me satisfacía tanto cuando me sentía observado. Rosario, de todos modos, pensé, no es un lugar prejuicioso como debe ser Coronda, o cualquier pueblo (no todo el mundo podía conocerme ni juzgarme en esta ciudad de un millón y medio de habitantes en la que, desde hacía tantos años, sobrevivía). 

Cada noche, me gustaba ver el monociclo apoyado en un rincón de la cocina, como un animal raro en reposo. Alquilaba por entonces un departamento de pasillo; a veces me cruzaba con el muchacho del departamento del fondo, que tenía un Renault Gordini plateado. Me vio salir, un día, con el monociclo y se detuvo para hacerme preguntas. Una noche tocó a mi puerta y me invitó a su casa, había recibido la visita de un amigo recién llegado de Brasil. Estaban practicando trompeta; el amigo tenía puesta una remera desteñida en la que aún podían verse la cara y el nombre de Gillespie. Me pidió que llevara el monociclo. Les mostré un poco, en el pasillo de entrada y, después, en el pequeño living, cómo lograba andar por breves trechos sin perder el equilibrio. 

Tomamos vino, ellos tocaron, yo tenía el monociclo apoyado contra la pared pero al alcance de la mano. El Vikingo, en la madrugada, se sacó la remera, que yo había elogiado, para regalármela. Lucho contó que unos amigos ocupaban una casa abandonada en pleno centro, por calle Corrientes, y que durante el día trabajaban en las plazas y, especialmente, en las esquinas, actuando frente a los automovilistas detenidos ante los semáforos en rojo. Me llevé de su casa el monociclo y la remera. Al otro día, al levantarme, tenía resaca; en horas iba a tener que viajar a Santa Fe porque había una reunión en la escuela y entrábamos antes del horario habitual de clase. Me había desacostumbrado a beber y a trasnochar. Desde aquel día, Lucho comenzó a llamarme “Dizzy” o a veces “Gillespie”, directamente, aunque yo ni siquiera llevase puesta la remera. 

Días después fui a la esquina en la que trabajaban o actuaban los amigos de Lucho. Una chica de unos veinte años se movía con destreza sobre un monociclo blanco con un asiento distinto al mío y caños más finos (pensé que tal vez fuera importado), junto a un muchacho con redoblante y otro que tocaba el bombardino. Me acerqué al cambiar el semáforo; no les dije que teníamos un amigo en común y les dejé veinte pesos. Me pareció ver el Gordini de Lucho estacionado por ahí cerca, aunque, en esa oportunidad, a él no lo vi. 

Cuando el Vikingo había contado su vida en Brasil, sus viajes a través de Uruguay y de Argentina, lo que más me había gustado era la fantasía de cambiar de vida, de llegar a un nuevo lugar y convertirse en otro: tener otros amigos, o al menos conocer a otra gente, andar por nuevos lugares, adquirir hábitos, pasar de un pequeño universo a otro pequeño universo creyendo con inocente confianza que se puede ir y volver. ¿Eso intentaba yo, modestamente, repartiendo mi vida entre Rosario y Santa Fe, en mi breve oscilación por esos puertos del Litoral? 

*

No pude ocultar la satisfacción, la sonrisa cuando por primera vez pude andar un largo trecho en el monociclo sin gran dificultad, casi como cuando en la infancia mi padre sacó las rueditas de la bicicleta y pude salir, en tambaleante pero duradero equilibrio, a dar una vuelta a la manzana, solo. 

Cuando me acostaba y apagaba la luz, pensaba que al día siguiente iba a avanzar un poco más en la búsqueda de la velocidad y el equilibrio, y que, mientras transcurría la noche, el monociclo estaría esperándome, cómplice mudo de una nueva vida, de una vida de riesgos

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