Prólogo a La vida de un hámster, novela de Matías Aldaz. 

El ojo y las voces

Por Mariano Quirós

La literatura es también una forma de la amistad. Nos juntamos con quien siente y piensa parecido a lo que nos gusta sentir y pensar. La literatura, por mucho que aparente lo contrario, también se hace con amigos. 

No estamos solos cuando estamos solos frente el teclado. Entre el murmullo, o bien el bullicio, de voces y gritos que se elevan como una sombra sobre nosotros, resplandecen las voces y los gritos de la amistad. Para ellos también escribimos, para los amigos. Nuestra escritura no sería la misma sin esa influencia. 

Alguna vez hice trabajos de editor y un día recibí un mail muy tímido, casi pudoroso, de un muchacho que ofrecía su libro de cuentos para la publicación. El libro —La lluvia cae en todas partes— era simplemente demoledor. Pero demoledor, no por brutal, sino por su suavidad, su ternura, su sensibilidad encendida. El autor del libro, y remitente de aquel mail, era Matías Aldaz, que desde entonces es uno de mis mejores amigos. 

No es un dato menor que Matías Aldaz sea parte entrerriano, parte correntino y que viva hace más de veinte años en Buenos Aires. Esa condición de triple habitante aparece, más o menos explícita, en sus historias, en sus paisajes y en su prosa poética. El interior urbanizado; o bien, la urbe en suspenso, el escándalo del mundo percibido en cámara lenta. Con flow, diría un trapero. Pero uno y otra, interior y urbe, narrados desde la alteración que permite el ojo poeta, un ojo que desenfoca y que, por eso mismo, ve mejor. O que ve, se me ocurre, como vemos cuando concentramos la mirada en un punto fijo durante un rato muy prolongado. Se ve distinto.

Matías Aldaz publicó dos libros de cuentos, que bien pueden entenderse como pasajes de una forma narrativa a otra —del cuento clásico en su libro Esas nubes, al despojo, a la insinuación exacerbada de La lluvia cae en todas partes—, y a su vez un pasaje desde la infancia a la juventud desoladora. Pero juventud al fin.

Su novela Bajante es un poema en prosa que avanza como un punteo de imágenes, sutiles y a la vez contundentes, mientras hilvanan una trama de corte policial. Aunque eso es lo de menos. Porque el asunto está en esa forma insólita y desprejuiciada de ubicar el ojo en el mundo.

La vida de un hámster es la exasperación de ese ojo que desenfoca. Juan Tomasilli recibe, en el estudio jurídico donde trabaja como pinche, a Stefan, un hombre desesperado, a quien hace cuatro años —lo que dura la vida de un hámster— no le permiten ver a su hija. Cuando parece que la novela se concentrará en resolver o no la penuria —incómoda, resbaladiza— de Stefan, será el candor de Tomasilli lo que movilice la trama hacia otro plano, lo que altere la motivación inicial hasta retorcerla. Ahí están, como punteos de un loco, las descripciones —más ominosas que ilustradoras— con que una voz distante a la voz de Tomasilli, ajena a la narración, da cuenta de la vida de un hámster. ¿De quién es esa voz? ¿Es la verdadera voz de Tomasilli? ¿Qué oscuridad resplandece entre una y otra voz? No lo sé y no quiero saberlo. Para no saber esas cosas es que leemos literatura.

A vuelo de pájaro, la prosa de Matías Aldaz suena ligera y desprendida como una pluma; pero esa pluma guarda su peso, su intensidad, toda la desesperación del mundo.

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