El idioma del ganado

Por Pablo Black y Mariano Quirós

Si hay una voz que está sonando, esa es la de Ernesto Gallo (Resistencia, 1997), que acaba de publicar Voz de vaca (Le pecore nere), su primer libro de cuentos. Compartimos a continuación el prólogo que Pablo Black y Mariano Quirós escribieron para abrir las tranqueras y dejar salir semejante vozarrón. 

Una de las máximas más bellas adjudicadas a Ernesto Guevara dice: hay que endurecerse sin perder la ternura jamás. Recios, pero también llenos de un sentido amoroso insólito, los cuentos de Voz de vaca —escritos por otro Ernesto— parecen emerger de aquella premisa guevariana. Paisaje, diálogos, personajes, se empeñan en exponer sus fortalezas y opacidades, y sin embargo, ahí están, como un grito en sordina, toda nuestra desesperación y vulnerabilidad.

Acaso como un intento por demarcar una zona, un espacio geográfico definido para la acción, los relatos de Gallo —del Ernesto que escribió este libro— se conectan con cierta tradición literaria de provincias que no por provinciana remite a un cierto carácter folclórico, sino que amplían ese espacio, lo explotan y resignifican. Después de narrado y recreado por el autor, ese lugar ya es otro.

Alguna vez nosotros, quienes escribimos este prólogo, tuvimos la suerte y la quimera de llevar juntos un taller de lectura. Lo disfrutamos como chanchos, como se disfrutan las cosas sin más ambición que el placer, sin otra intención que compartir aquello que, precisamente, tanto disfrutamos. Cosas sin futuro, claro que sí. En ese taller conocimos a Ernesto Gallo. Fue allí que, una noche y como al pasar, Ernesto leyó este cuento: 

Ura

La ura es una mariposa de la familia de las polillas. Es de color negra. Las alas de las hembras pueden crecer hasta dieciséis centímetros. Es nocturna y nativa de América. Se dice que pica en la piel humana y deja huevos. Su nombre científico es Ascalapha odorata, que proviene del demonio Ascálafo, horticultor de Hades. En nuestra cultura y en otras se la relaciona con la muerte. 

Yo, ayer me comí una.

Ese espíritu primario, aquel dulce arrebato, resplandece en estos cuentos que ahora nos presenta, casi con inocencia, con la fuerza arrolladora y frágil del sentido literario.

Más que como prólogo, quisiéramos que esto pase por una nueva juntada de aquel taller, donde, además de arengar lecturas, solíamos andar al acecho —quizás con un fervor un tanto maníaco— de las iluminaciones que desliza la buena ficción. Creemos encontrar uno de esos momentos en precisamente en el relato que da título al libro, “Voz de vaca”. Allí está el joven narrador, admirado por el modo en que su papá arrea el ganado. ¿Cómo lo hace? Nada de cagar a palos a las vacas. El tipo les habla, y con eso basta. Pero no les dice nada extraordinario, más bien lo que diría cualquiera: “Vamos”, “Dale”, “Siga”, y cosas por el estilo. Pero lo dice de un modo único, lo dice empleando una auténtica voz de vaca, gracias a lo cual el ganado obedece casi que con gusto. El chico, por supuesto, intenta imitar al padre, pero el resultado dista mucho de ser el mismo. El problema salta a la vista: aún no logra dar con ese registro singular de la voz que permite conectar con las vacas.

Gracias, Ernesto. Captamos. Una idea perfecta, poderosa: la diferencia sutil, inconmensurable, entre hablar a las vacas y hacerlo de forma original, es la misma que existe entre simplemente usar el lenguaje y hacer literatura. Escribir, podríamos decir, es el esfuerzo de dirigirse a las vacas, de aprender su lenguaje, de hablarles como nadie aún lo ha hecho.Por esto y por lo anterior, tenemos en Voz de vaca un libro hermoso. Un libro que ofrece una versión retorcida del mundo, una visión que así y todo se las arregla para celebrarlo, para convencernos de que el mundo y su retorcimiento bien valen la pena.

Dejá un comentario

Su dirección de correo electrónico no será publicada.