El Gran Capitán

Por Sebastián Grinberg
Una novela es siempre una búsqueda. El asunto es desentrañar qué es lo que buscamos. En EL GUARDIÁN DE LOS CERDOS (Indómita Luz, 2022), su última novela, Sebastián Grinberg lanza a su protagonista en la búsqueda —¿o en la mera huida?— de algo como un origen, que camufla en la figura de ese caudillo a contramano que fue el gran Comandante Andresito. Aquí, el mismísimo Grinberg ofrece un posible punto de partida.
Cuando pienso en la escritura de El guardián de los cerdos o en el impulso para escribir esa novela, lo primero que se me viene a la cabeza es El Gran Capitán; el viaje en El Gran Capitán, ese tren que, partiendo desde la Estación Federico Lacroze, en Buenos Aires, llegaba, entre dos y tres días después (dependiendo de las peripecias del viaje), a Posadas, Misiones.
Según Google Maps, entre Buenos Aires y Posadas, por la ruta 14, hay casi mil kilómetros; el porqué de la extensa duración del viaje está dado por la condición de las vías (el tren, en la mayoría del recorrido iba, literalmente, a paso de hombre; recuerdo que, al inicio del trayecto, un tipo que caminaba por una calle lateral a las vías avanzaba a nuestro ritmo y, por momentos, incluso, nos sacaba ventaja) y, como dije, en las peripecias del viaje (me contaron sobre fallas de la locomotora, sobre descarrilamientos, en mi caso fue un choque).
Recuerdo que la noche en que salimos (un viernes) yo esperaba la partida sobre el andén, con la mochila en el hombro y una suerte de entusiasmo eléctrico por la novedad, por lo que yo entendía como próxima aventura. Que el viaje, en sí mismo, iba a tener mucho de aventura, ya quedó establecido desde la tercera o cuarta estación, cuando pasó el guarda ordenando que bajáramos las persianas de metal: “bajen las persianas que tiran piedras”, dijo. Más allá de que me pareció exagerado o prejuicioso, obedecí. No había terminado de apoyar la cabeza en el asiento que sentí que el vagón pasaba entre dos pelotones de fusilamiento. Acribillaron las ventanas y, cuando el vidrio de mi ventanilla explotó, una lluvia de partículas atravesó las rendijas de la persiana y cayó en el piso, en el asiento y en mis piernas. Los estallidos también se oían en los vagones detrás del mío y, así aturdido como estaba, pensé en que el guarda, con su ritmo cansino, no habría avanzado mucho más (yo iba en el primer vagón).
Unas horas después, cuando sentí que ya no había peligro, levanté la persiana. Del vidrio sólo quedaban, como dientes de tiburón, pequeñas astillas agarradas al marco. Entonces el tren atravesaba el campo (quizá aún en Buenos Aires, tal vez en Entre Ríos) y, a través de esa ventanilla, vi un cielo tan negro y cargado de estrellas como sólo había visto en el planetario.
Al día siguiente, luego de una estación que podría ser Concordia, mientras me miraba en un vidrio oval y turbio que había en un baño enteramente plateado, de metal, que parecía una nave de película futurista de los setenta, sentí un ruido tremendo. El tren se sacudió entero y no me rompí la cara porque alcancé a interponer las manos entre la pared y yo. Cuando volví al vagón los bolsos se habían caído de los portaequipajes, había botellas y comida por el suelo y varias personas se tomaban la cara o las rodillas, los hombros. El sol que se metía por las ventanillas del vagón inmóvil iluminaba como, me imagino, lo haría después de un terremoto. Me asomé por la ventanilla y, entre el polvillo que se suspendía en el aire, como una multitud de insectos, vi, allá adelante, cruzada frente a la locomotora, la parte trasera de un camión que, por las astillas y tablas en el pasto, entre las vías, transportaba maderas. Aunque al rato pasó el guarda indicando que nos quedáramos en los asientos, junto otras dos personas saltamos del vagón y caminamos hacia el frente. La trompa de la locomotora estaba arrugada como si se hubiera dado contra una pared y, arriba, en una de las ventanillas que parecía un ojo, tenía clavadas varias tablas. Imaginé a un Don Quijote del litoral que hubiera arremetido contra la máquina.
Estuvimos varias horas parados en medio de esa llanura amarillenta, con un calor que hacía extrañar a los ventiladores de techo del tren, aunque hasta entonces hubieran girado como si, todo el tiempo, estuvieran a punto de detenerse. Cerca de la noche llegó un tractor con unas pinzas que usó, como si fuera un cangrejo limpiando un pez, para sacar las astillas del ojo de la locomotora. Después nos remolcó y, en la madrugada, mientras esperábamos en un andén que parecía una isla entre oleadas de pasto, llegó un reemplazo para la locomotora.
Quizá fuera por la índole del viaje, por su duración, pero cuando, finalmente, llegué a Posadas, sentí que había entrado en una nueva dimensión. Anduve por la ciudad maravillado; recorrí las calles, las plazas, los bares y los museos, bueno, el único museo que entonces encontré abierto, el de Andrés Guacurarí. Ahí tomé noticia, por primera vez, del caudillo y, quizá por su origen guaraní —yo había vivido un tiempo en Paraguay, me había interesado mucho por el idioma y la cultura guaraní— empecé a investigar su historia. Volví a Posadas muchas veces (en micro, porque el tren no funcionaba y, de todas maneras, no estaba seguro de querer repetir la experiencia). En uno de esos viajes, vi cómo construían, sobre el río, la base para ese Andrés Guacurarí de hierro que, cual Coloso de Rodas, parece vigilar o proteger la ciudad.
Tiempo después escribí, para una revista literaria, una crónica sobre el viaje en El Gran Capitán. Como me gustó hacerlo, como me gustó el resultado, se me ocurrió extender esa crónica, intentar transformarla en novela. Por suerte, en la versión final no quedó nada de la crónica ni del viaje en tren que, en un principio, ocupaba cuarenta páginas. Sí entró con más fuerza la figura de Andrés Guacurarí; también entraron, quizá como un modo de recuperar esa suerte de vivencia prodigiosa en la que se había transformado el primer viaje, la mitología guaraní, sus fábulas. También hubo lugar para la paternidad que, desde que soy padre, se cuela en la mayoría de las cosas que escribo.
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