Dios estaba de su parte

Por Lucas Brito Sánchez

Un sábado a la noche asistí al cumpleaños de un amigo. Durante la sobremesa escuché la historia del tío de una de las invitadas. Memoricé algunas escenas. Llegué a casa y tomé notas, pero me venció el sueño y lo dejé para otro día. Tardé en escribir sobre ese hombre al que nunca conocí. Para resguardar su identidad, lo llamé X.

Aquella noche mi amigo nos agasajó en su casa. Había otros invitados, la mayoría mujeres. Me abrió la puerta y llevaba puesto un delantal blanco. Pasamos a la cocina y me mostró un trozo de cerdo del tamaño de un bolso de mano con el hueso a la vista. Era la primera vez que cocinaba algo tan grande. Con una jeringa inyectaba un extraño brebaje de hierbas para ablandar la carne muerta. Le llevó dos horas de cocción a fuego medio en el horno. Repartió vino tinto y cerveza mientras la charla avanzaba. Hundido en uno de los sillones, comencé a dormitar. Me despertaron las voces. Las invitadas ya no hablaban, estaban discutiendo. Una de las chicas subió el tono. Luego el clima se calmó y llegó el postre. 

X tenía cinco años cuando llegó al Chaco junto a su madre y dos hermanos. Escaparon de la Segunda Guerra Mundial. Se asentaron en un pueblo del interior con poco más de dos mil habitantes. Un día, un tipo contactó a X por correo electrónico y le contó que su padre fue un soldado nazi. No recordaba exactamente el rango que tuvo, pero le aseguró que formó parte de un batallón. El padre de X murió en combate en terreno ruso. El tipo le aseguró que, como familiar directo, podía exigirle al gobierno alemán un resarcimiento y se ofreció a tramitarlo. Le dijo, además, que podía llegar a sacar ciento cincuenta millones de pesos. Al principio X no le creyó, quedó en pensárselo un poco y darle una respuesta. 

Cuatro días después, revolviendo papeles, descubrió que su partida de nacimiento llevaba el sello original del Führer. Miró los sellos a la luz de una lámpara y se convenció de que eran originales. Entonces se decidió: escribió al tipo y le dijo avanzar para avanzar con el trámite. Eran muchos ceros los que ofrecía el hombre misterioso, y la mente de X se desbordó. Toda su vida lo persiguió la pobreza y la desgracia. Tenía setenta y un años, pero alguna vez tuvo seis y escapó. Vagó por los campos, hambreado, con una biblia en alemán y un poco de ropa y lo que quedaba de su familia. X siempre leyó con fervor esa biblia. 

¿Y qué aprendió durante esa guerra? No mucho, como la mayoría de los alemanes que vieron arder todo. X era un niño y le enseñaron a comer lo que había. Aprendió a trabajar con las manos, a enterrar a los muertos, a dejar todo atrás. 

En el Chaco formó su propia familia. ¿Fueron felices y comieron perdices? No sabemos si perdices, pero sí comieron pato, guasuncho, paloma, rana, cola de yacaré, conejo y cualquier animal apto para el desplume. A mediados del siglo veinte nuestra capital crecía. El gobierno sumaba entusiastas en las filas del Estado. Llegaron y su madre se casó de nuevo. A X lo dio en adopción. Fue abusado por campesinos. Consiguió que lo adopten unos vecinos. No se quedó a vivir con ellos. Trató de volver con su madre, quien lo rechazó. De los seis hijos que tuvo X, dos nacieron ciegos y otros dos con enfermedad mental. 

Quizá por esta sumatoria de desdichas, X no dudó ante la propuesta de llevar a juicio al Estado alemán. Se puso en marcha y pasó meses recolectando cartas, fotos y documentos públicos. Su familia lo apoyó, pero lo hizo dudar otra vez. ¿Y si se trataba de un farsante? ¿Si detrás de esa generosidad había un peligro oculto? X les sugirió que tengan fe, que este era su momento, que confíen. En secreto también dudó, y solicitó al hombre un número telefónico para llamarlo y escuchar su voz, pues todo había sido por escritor y por correo electrónico. El tipo respondió que no tenía teléfono por seguridad, que mejor seguir contactándose por esa vía. Le aclaró que, por los gastos administrativos, sólo tomaría un pequeño porcentaje de la indemnización. El tipo aprovecha el intercambio y da el primer paso, le pide dinero para el pasaje a Alemania. Quiere ir primero, dice, para apurar los trámites. X juntó plata y se la despachó en un sobre (tampoco manejaba una cuenta bancaria) a retirar por una sucursal del correo. 

Pasan las semanas y el tipo no responde sus mensajes. X se angustia, hasta que entra un correo a la casilla pidiéndole que se reúnan en Múnich en una semana. Le recuerda que lleve los papeles originales y haga copia de todo. Ansioso, X pidió plata prestada, compró el pasaje y viajó. Llegó al aeropuerto de Múnich y no había nadie que lo reciba. Decidió esperar. El tipo le dijo que era bajo, flaco y canoso. Se hizo de noche. X se acercó a un policía. No sabía hablar alemán y muy poco de inglés, lo básico. Lo acompañaron hasta la embajada argentina donde, ante alguien que sí entendía su lengua, explicó de nuevo lo que pasó. 

Durante la Segunda Guerra Mundial murieron cincuenta millones de personas, sin contar los animales domésticos y el ganado. Quizá fueron setenta millones los que murieron. ¿Cuántos cementerios se habrán fundado con eso? Los historiadores no se ponen de acuerdo. Mucho menos de acuerdo están los empresarios que financiaron a Hitler que, cuando cumplió cincuenta años, en su fiesta leyó en voz alta poemas de Hölderlin. 

X se quedó tres días más en Múnich. Le facilitaron contactar por teléfono a su hermana, quien le rogó que volviera. En la embajada, un hombre nervioso y con la camisa arremangada, lo escuchó y tomó nota. X terminó su relato y el hombre, nervioso, le estrechó la mano y le deseó suerte. Su hermana le giró dinero para el regreso. Cuando el avión despegó, X llevaba la biblia en el regazo. Las cosas pasan por algo, pensó. Miró por la ventanilla y sintió que Dios abandonó hace mucho a los alemanes. 

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