Sobre Santiago, libro de María Lobo

Atenti a Lobo

Por Germán Parmetler

“…una mujer chiquita así/con ojos grandes para ver mejor”. Lucio Dalla


Santiago, el libro de cuentos que María Lobo publicó en colección Mulita, consta de seis cuentos. No son cuentos cortos: su mínima extensión es de quince páginas y se podría decir que hasta son micronovelas al estilo de “La dama del perrito”, de Chejov, o cualquier cuento de Alice Munro, que es la única escritora (y escritor) que se menciona en Santiago, y pareciera un homenaje que María Lobo le rinde a la canadiense Premio Nobel de Literatura.

¿Qué diferencia a los cuentos de Alice Munro o “La dama del perrito” de los cuentos cortos tradicionales? En éstos (la short story), la importancia refiere –introduce, se centra y acecha– a la anécdota (más o menos fantástica, más o menos realista), mientras que en los cuentos de Chejov o en los de Alice Munro el foco está puesto en cómo cambia la relación entre unos personajes a través de un período de tiempo más o menos largo, sin descuidar cierta descripción detallada de los lugares y objetos (cerros o mesas en habitaciones) entre los que sucede la acción.

“La dama del perrito” revoluciona la literatura moderna porque, a partir de la narración de una anécdota sin mucho atractivo a priori (una infidelidad matrimonial que se dilata por años sin que ninguno de los amantes pueda terminar –y aún no pueden– con sus respectivas parejas), le otorga al cuento la posibilidad de trabajar un despliegue, en forma concentrada, de lo que antes estaba destinado al latifundio de la novela: la presentación de espacios abiertos y cerrados (naturaleza y cultura) y el devenir de unos personajes (cuerpo y alma) a través de su tiempo (la narración).

Todo esto también está en los cuentos de Santiago.

Si, al final, nos detuviéramos en el índice y leyéramos los títulos de los cuentos que forman la colección, parecería que estamos enfrente (o detrás, en el índice) de un libro de viajes: son todos nombres de lugares y la gran mayoría existe en lo que conocemos como realidad: Milán, Santiago (de Chile), California, Toronto, Huacalera y Mestres, que es el único lugar “ficticio”, aunque, como dijera María Lobo, “todos son lugares ficticios, hasta el ‘San Miguel’ donde suceden efectivamente la mayoría de los cuentos de Santiago; podemos asociarlo con la realidad… es realismo, pero nadie en Tucumán dice ‘San Miguel’, sino simplemente ‘Tucumán’ o ‘Capital’”

De más está decir que nada dicen –a la usanza costumbrista– los cuentos de esos lugares; la mirada está puesta en ver cómo afectan esos lugares a los vínculos y relaciones que se establecen en el relato.

En “Milán” hay una narradora sin nombre que vuelve a San Miguel luego de un período sabático en Milán. Al volver, reingresa a la productora de televisión donde trabajaba y donde también trabajan sus amigos Florencio y Guti, que son pareja, y Silvia, su jefa y también amiga. Durante su ausencia comenzaron también allí un chico (Eugenio) y una chica (Denise) que pronto se hicieron novios. Cuando vuelve, la narradora se enamora de Eugenio, y comienza a salir con él, y salen por mucho tiempo. Pero Eugenio no deja a Denisse (como Anna tampoco dejará a Von Dideritz) y la narradora tarda muchísimo en contárselo a sus amigos. Y se lo cuenta cuando ya es tarde.

En “Santiago” hay un matrimonio de becarios que está en Buenos Aires esperando la llegada del avión en que vuelve su hijo de 9 años, que fue a pasar un tiempo con sus abuelos en Santiago de Chile. El vuelo está retrasado y la madre – que es el punto de vista– comienza a temer, se pregunta por qué lo dejaron ir, y por qué no puede eludir, en la crianza de su hijo, repetir ciertos patrones que rechaza de su propia crianza. Pero no es tiempo de constelaciones familiares (en la ficción). El vuelo llega. Y el fin de semana que pasan en Buenos Aires –para consentir al nene con una nueva tabla de skate– será una revelación acerca de qué le están haciendo y qué están ocultándole estos padres al hijo.

En “California” hay una familia ensamblada. Los padres también son becarios de la universidad. El hijo de él estudia en Buenos Aires y una hija de ella quiere irse a California a hacer un doctorado en Historia. El tiempo pasa, la hija va y vuelve de California, los padres se separan y vuelven a juntarse y los hijos parece que logran alcanzar la adultez que los padres todavía no consiguen. El punto de vista aquí también es la madre y, como tantas mujeres, la palabra que la atormenta es “abandono”.

En “Toronto” hay un personaje que vuelve a San Miguel, después de doce años afuera, con una hija y una mujer canadienses. El narrador de este cuento es el hermano de aquel personaje repatriado. Durante el viaje de vuelta del aeropuerto, su hermano le cuenta que en Buenos Aires vio a una exnovia del narrador. A partir de entonces, éste recuerda a esa novia de hace más de veinte años y los celos –sus celos– que terminaron con la relación.

En “Mestres”, el más corto y quizá el más “anecdótico” de la colección, hay dos hermanos que regresan una noche en auto desde Mestres a San Miguel. Uno de los hermanos es boxeador amateur y el otro, el conductor y narrador, es su manager. El hermano boxeador viene de ganar su pelea y hay un tercer hombre: otro boxeador, amigo del primero, que perdió y va con la cara muy hinchada por los golpes. El hermano narrador se pregunta por qué siguen haciéndole favores al boxeador amigo, por qué sigue acompañando a su hermano en estas peleas y por qué no termina su tesis de doctorado.

“Huacalera”, la última historia del libro es la historia de dos amigas del secundario que van dejando morir su amistad. Una tiene un hijo con problemas de adicción (que dice que Huacalera, un pueblo de la quebrada de Humahuaca, es un lugar “donde se puede conectar”) y lo lleva a vivir lo más al sur posible: Usuahia. La otra amiga no tiene hijos –hizo tratamientos pero no puede–. Tiene sí un marido de toda la vida, es una empresaria con éxito y en cuanto a la madurez parece estar más cerca de la edad del hijo que de la amiga.

De alguna manera, todos los “viajes” que se despliegan en los cuentos son viajes de iniciación. Viajes en los que, paradójicamente, no hay un “afuera”, y ese afuera se vive como amenaza para los personajes que llevan la narración o el punto de vista. Volverse otro o volver otro, estos parecerían ser los dos grandes “modelos de identidad” (aunque haya tantas como personajes) que propone la literatura: la fuga o el retorno. Ser para siempre o no ser nunca un extranjero. 

Lo original de los viajes en el libro de María Lobo quizá tenga que ver con que el relato del retorno –aprendizaje o iniciación– no recae sobre la persona que realiza el viaje, sino en cómo afecta ese viaje a la gente que se queda y que está vinculada estrechamente con el viajero. Como si en vez de contar el viaje de Jim Hawkins a La Isla del Tesoro, corramos el punto de vista y nos quedemos en la vida cotidiana de su mamá en la posada “El almirante Benbow”.

Se habrá notado en los resúmenes de los argumentos que estamos frente a relatos que, en su género, adhieren a la tradición del realismo literario. Se sabe que el debate viene de largo y que casi todas las épocas, desde la antigüedad, han querido ofrecernos una representación de la naturaleza, el comportamiento y las circunstancias en que se dan la acción y los conflictos humanos. Aunque cada época tenga su épica (realista o no), cada período y lugar tiene una percepción imaginaria de esa realidad. 

Tal vez, dentro de los lectores y escritores cultores del realismo ya no persista la idea decimonónica (romántica o naturalista), o la de gran parte del siglo veinte (socialista o capitalista), que decía que la literatura debía ser un vehículo de reflejo y denuncia social. Hoy sabemos (ya demasiado sabemos) que reflejar el mundo es imposible, pero sí podemos soñar con que se dirija la imaginación en cualquier tiempo y lugar. Eso es ficción literaria. No podemos pensar esta parte del mundo –tampoco– sin el policial y la ciencia ficción, menos sin el relato de fútbol. El relato de ficción realista (como el fantástico) tiene cierta fama y tradición en la literatura argentina. Sólo que desde Viñas y Cortázar (o Borges y Martínez Estrada) unos y otros (realistas y fantásticos) se descalifican. Por suerte, lo que sí tiene una fama pareja y vigente son los buenos textos en nuestra producción literaria nacional. Tal vez lo que busque el buen cuento realista –desde “La dama del perrito” hasta los relatos de María Lobo– no es la actitud crítica hacia la sociedad que representa, sino hacia los vínculos y relaciones (que de por sí están inscriptos en una representación social y que por eso mismo todo vínculo es político) en la sociedad y en la intimidad.

Alguna vez David Viñas dijo que, si lo apuraban, para él Rodolfo Walsh era mejor que Borges. Sin ánimo de entrar en una polémica a lo David Viñas, pienso que, de apurarme, diría que los mejores cuentistas del país son mujeres. No sólo por nombres indiscutibles como Silvina Ocampo, Sara Gallardo, Elvira Orphée, Ana María Shua o María Teresa Andruetto, sino también por voces femeninas ya asentadas y consagradas que renuevan para mejor las literaturas argentina y latinoamericana actuales y alzan la vara para lo que venga: Samanta Schweblin, Selva Almada, Mariana Enríquez, entre otras… Y entre estas otras, acechando con elegancia desde su jardín de la república literaria, María Lobo está.       

Dejá un comentario

Su dirección de correo electrónico no será publicada.