ARRIBA, un cuento de Horacio Convertini

Ideada por Anahí Flores, la antología MASCOTAS agrupa siete cuentos cuya premisa es la que señala el título en cuestión: que en su trama aparezca alguna forma de mascota. “Arriba”, de Horacio Convertini, es uno de los cuentos que forma parte de la antología recientemente editada por Indómita Luz.
Cuenta Anahí Flores:
“En febrero de 2020 les mandé un mail a Mariano Quirós, Yamila Bêgné, Martín Castagnet, César Sodero, Carlos Chernov y Horacio Convertini para invitarlos a escribir un cuento en el que apareciera una mascota. Esa fue la única especificación que les di. A lo largo de ese año, pero, sobre todo, del siguiente, fueron llegando sus cuentos con perros, canarios y monos. Yo también escribí uno, con delfines. Hay historias oscuras, de ciencia ficción, distópicas. Una linda mezcla que, tres años después de aquel primer paso, al fin forma parte del catálogo de la querida editorial Indómita Luz.
Compartimos con Mulita “Arriba”, de Horacio Convertini, uno de los siete cuentos de Mascotas. Su autor dijo: “No me gustan las mascotas. O, mejor dicho, me son indiferentes. Crecí en una casa en la que los únicos seres vivos éramos nosotros. Hasta las plantas eran de plástico. Tal vez fue eso. No tengo la necesidad del afecto que pueden dar (o que dicen que pueden dar) perros o gatos. Insensibilidad que me transforma en un tipo raro, casi un monstruo, alguien que rechaza un vínculo amoroso e indispensable para millones de personas. Para colmo, me molestan los ladridos, las deposiciones en la calle, los olores, la cercanía en la mesa de un bar, la exaltación de un código que no comparto. Soy un extranjero en la patria mascotera. El segregado. Mi venganza es este cuento.”
ARRIBA
1
Llegó a su casa hecho un trapo, como siempre. El traje arrugado, los puños de la camisa con una viruela de tinta, la corbata de seda falsa, descentrada y floja. Nora estaba en la cocina, sentada a la mesa, fingiendo que leía con interés una revista vieja. A su lado, la pava tibia y el mate. Eduardo musitó un saludo y dejó un beso desabrido en la frente de su esposa. Nora sonrió, resignada. Hubo un silencio de medio minuto, no más, mientras él se sentaba junto a ella y descargaba sobre la mesa el contenido de los bolsillos del saco: tres monedas de un peso, dos de cincuenta centavos, un ticket arrugado y fragmentos minúsculos de un envoltorio azul de chicle.
—¿Y? ¿Cómo te fue hoy? —preguntó ella.
Eduardo resopló y se encogió de hombros. Clavó la vista en las monedas. Agarró una y trató de hacerla girar por el canto, pero no pudo.
—Carmona no me va a pagar las horas extra —dijo por fin.
—Es injusto eso…
—Lo amenacé con ir al sindicato. ¿Sabés lo que me contestó? —Nora negó con la cabeza—. Que haga juicio. Con lo que duran, si lo gano, me van a pagar con una máquina de escribir rota.
—¿Tan mal está la cosa?
—Peor… Uno de los hijos de García quiere cerrar y vender todo. Hacer caja con el edificio e irse a vivir a Miami. Me lo dijo Carmona. El otro hijo, el más grande, duda. Le da pena liquidar la empresa familiar.
—¿Y García qué dice?
—Es un viejo gagá que va todos los días a la oficina a rigorear a la gente pero que ya no pesa.
—¿Un mate? —invitó ella, para sacar a su marido de la ciénaga que había traído de afuera.
—Estoy con acidez.
—Hay un yogurcito en la heladera. ¿Por qué no lo comés? El yogur alivia…
—¿Y…? —la interrumpió.
—¿Y qué…?
Eduardo arqueó las cejas e hizo un leve movimiento con la cabeza hacia arriba.
—La mudanza fue esta mañana. Es una señora mayor. Viuda, creo. Sola.
Eduardo se estremeció y golpeó la mesa con furia.
—¡Viuda, la puta madre!
—Quizá no sea como vos pensás —dijo Nora tratando de parecer optimista.
—¿Y si es? —Le clavó una mirada turbia—. Acordate lo que hemos sufrido. Esa presencia permanente. El olor. Los rasguños en el parquet. La sensación de estar invadidos. Las noches en vela…
—Yo todavía no vi ni oí nada. Quién te dice que esta vez… —La mano derecha de Nora subió al rostro de Eduardo y repasó lentamente las arrugas, el cutis mal afeitado y esa antigua cicatriz en la mejilla—. No podemos tener tanta mala suerte.
Eduardo tomó la mano piadosa de su mujer, como si fuera la de una sanadora o una maga, y la besó con ternura.
—Dios te oiga, Nora. Dios te oiga.
2
Esa noche cenaron en silencio. Él, concentrado en la comida. Ella, en un programa de preguntas y respuestas de la tele: una chica de Ciudadela tenía que contestar algo sobre Napoleón para ganar un fin de semana gratis en un hotel lujoso de Mar del Plata. De pronto, Eduardo tomó el control remoto y apagó el aparato justo cuando la chica estaba por dar una respuesta entre risitas nerviosas.
—¿Qué pasa? —Se sobresaltó Nora.
—Shhh…
—Pero…
—Shhh, oí algo.
—¿Seguro?
—¡¡¡Shhhh!!!
Escucharon el chirrido de los frenos de un colectivo. El grito de un nene. El escape de una moto. Ruidos de afuera. Eduardo agarró de nuevo los cubiertos para seguir comiendo, pero no terminó de cortar el bocado que los tiró con odio sobre la mesa.
—¡Mierda!
Se levantó como si lo hubieran pinchado con un clavo. Dio unos pasos sin rumbo hasta que se topó con la pared. Se inclinó sobre ella con los brazos abiertos, como un Jesús crucificado pero de cara a los maderos, y comenzó a mover la cabeza de atrás hacia delante, levemente, dando pequeños golpecitos con la frente en su muro de los lamentos. Nora fue hacia él y lo abrazó.
—Viejo, viejo, así no vamos a ningún lado. Relajate. Tratá de pensar en positivo. Yo no escuché nada raro…
—No hace falta escucharlo. Está ahí arriba. Puedo sentirlo. Es más fuerte que yo.
—¿Y si te equivocás? ¿Y si sólo es la ansiedad que te traiciona? ¿O el recuerdo de lo que nos pasó antes? Además, ponele que tengas razón, que escuchaste algo sospechoso, ¿cuál es el sentido de sufrir de antemano? A lo mejor no es como vos pensás… No todos son iguales, fijate el de mi prima Elvira, es una cosita adorable, jamás molesta. Depende mucho de cómo han sido criados… Bastante tenés ya con los problemas del trabajo para sumar uno más.
—No te engañes, Nora. El trabajo va y viene. Esto no.
Eduardo se soltó del abrazo de su mujer y volvió a la mesa. Encendió la tele: la misma chica de antes contestaba ahora algo sobre un faraón egipcio por diez mil pesos. Nora le acarició el pelo y le sirvió una copa de vino. Él adivinó la respuesta correcta y la dijo antes que la chica. Ella le celebró el acierto aplaudiendo con una alegría exagerada.
Los dos dejaron la comida casi sin tocar.
3
A las once y media de la noche, Nora salió del baño luego de darse una ducha y encontró a Eduardo todavía despierto: los ojos secos de mirar obsesivamente el cielo raso, el cuerpo hecho un amasijo de nervios. Ella se metió en la cama, lo besó en la frente y, antes de acomodarse, le susurró:
—¿No querés que te dé una pastilla para dormir?
—No.
—Tratá de descansar, amor. No me gusta verte así, tengo miedo de que te haga mal al corazón. No quiero volver a pasar por lo de la otra vez…
—Lo de la otra vez no fue culpa de mi corazón, lo sabés muy bien. Fue culpa de lo de arriba, los ruidos todo el tiempo, el llanto cuando lo dejaban solo en el balcón…
—No te pido que tomes un Alplax entero, pero medio te puede ayudar a bajar las revoluciones.
—Ni entero ni medio ni cuarto. No quiero que me agarren con la guardia baja. Necesito estar atento.
—Vos sabrás —respondió Nora, y apagó la luz.
Eduardo se propuso dilucidar entre los sonidos de la noche cuál correspondía a su pesadilla. Algunos lo hicieron dudar: el quejido de un árbol estremecido por el viento, el engranaje del reloj del living, cierto silbido ahogado en la respiración de su mujer dormida. Hasta que escuchó lo inconfundible. Saltó de la cama y corrió hacia la cocina. Se subió a la mesa, tembloroso como un equilibrista novato.
Nora fue tras él con el paso borracho de los despertares bruscos. Lo vio retorcerse para pegar una oreja al cielo raso. La contorsión absurda del cuerpo, la cicatriz en la mejilla que parecía habérsele inflamado.
—¡¿Qué pasa, por Dios?!
—Te lo dije, está acá el hijo de mil putas, escuchalo…
—No.
—Sí —. Un lamento agudo pareció darle la razón.
Eduardo bajó resoplando del esfuerzo.
—Habrá que hacerlo, nomás…
—¿Te parece, viejo? ¿Ya? Quizás no sea para tanto.
—Basta, Nora. Son todos iguales.
—¿Y si te descubren, eh? ¿Con qué cara voy a salir yo a la calle? Hasta ahora tuviste suerte. Pero acordate del último. La gente del edificio empezó a comentar.
—La gente me chupa un huevo.
Eduardo volvió a la cama y permaneció toda la noche en alerta, tratando de construir el retrato de su obsesión con los sonidos que bajaban de arriba. Acaso fuera enorme y negro, y tuviera colmillos capaces de desgarrar sin piedad la carita blanda de un niño.
4
Apagó el despertador antes de que sonara para que su mujer pudiera dormir un rato más, pero de todos modos Nora se levantó con él. Desayunaron un par de mates y bizcochos rancios. Hablaron lo indispensable porque el plan sería el de siempre. Ella salió a cumplir con su parte. Eduardo llamó al trabajo para avisar que llegaría tarde y se quedó preparando todo. Se vistió con el uniforme mustio de empleado de oficina, y de las entrañas del placard de la habitación sacó un maletín de cuero que contenía los elementos que necesitaba: la bolsa negra con nudo corredizo, la jeringa, el frasco lleno de un líquido ambarino, el par de guantes térmicos y la llave de cuello largo y dentadura extraña. Los dispuso prolijamente sobre la cama y se recostó a esperar que volviera su mujer. Estaba tranquilo, como anestesiado. La mente en blanco, el ritmo cardíaco al mínimo, los sentidos embotados, como si él no fuera él esta vez, como si estuviera en el cuerpo de otro y no llegara a percibir la realidad circundante de manera directa, sino a través de una capa sucesiva de filtros o velos. Sin darse cuenta dormitó un rato hasta que Nora regresó, excitada.
—Ya se fue.
Eduardo se despabiló rápidamente.
—¿Sabés cuánto puede tardar?
—No. Llevaba un changuito y no estaba arreglada. Habrá ido al supermercado. Parece buena mujer…
Eduardo cargó la jeringa con el líquido ambarino del frasco. Luego presionó un poco el émbolo para sacar el aire y unas gotas se derramaron sobre la colcha. Se calzó los guantes. Tomó la bolsa negra, la hizo un bollo y la metió en el bolsillo derecho del traje.
—¿Estás seguro, viejo? —preguntó Nora.
—Sí. Quedate tranquila.
—¿Y si te ataca, eh? Algunos son peligrosos.
—Sé cómo manejarlos.
—Me preocupa que te lastime. A la Policía le basta un rastro mínimo de sangre para identificar a una persona.
—Primero hay que ver si la vieja hace la denuncia. Los Gómez no se animaron.
—¿Volvés?
—No, me llevo el cuerpo, lo tiro por ahí y me voy al trabajo.
Eduardo se dirigió a la puerta. En una de sus manos enguantadas, la jeringa. En la otra, la llave de cuello largo. Nora le cerró el paso.
—Jurame que va a ser la última vez.
—Eso no depende de mí. Depende de los otros. Vos sabés.
—Es que mientras estás arriba, yo me quedo acá con el corazón en la boca. ¿Cómo puedo saber lo que te espera? —La voz se le quebró e hizo una mueca absurda para contener el llanto.
—Peor es lo que me espera si me quedo con los brazos cruzados. No perdamos más tiempo. Abrime.
Su esposa cumplió la orden y estiró la mano para tocarlo antes de que se perdiera por el foso de la escalera.
5
Esa tarde, Eduardo volvió hecho un trapo, como siempre. Nora corrió a su encuentro y se le apretó contra el pecho.
—No sabés el día que pasé —dijo, y se largó a llorar.
Eduardo la abrazó y trató de tranquilizarla con caricias suaves en el pelo. La contuvo unos segundos hasta que se sintió demasiado incómodo y la hizo sentar en una silla de la cocina.
—La señora volvió cerca de las diez —arrancó Nora entre hipos de congoja infantil—. Primero lo llamaba en voz baja. Negrito, Negrito, ¿dónde se metió mi Negrito? Después cada vez más fuerte, Negrito, Negrito, hasta que empezó a gritar como una loca. Y yo acá, escuchando todo. ¡Te partía el alma! Al rato vino la portera a tocar el timbre. Entró a hacerme preguntas. ¿Sabe que desapareció otro? ¿A usted le parece? Es la cuarta vez que ocurre y siempre en el mismo departamento, el de arriba suyo. ¿No es raro? Para mí es alguien del edificio. ¿Usted no oyó nada que le llamara la atención? Yo creo que hay que hacer la denuncia a la Policía, tenemos derecho a saber qué pasa y a vivir en paz. La cabeza me hervía, pero Dios me dio fuerzas y no me quebré. Te juro que no me quebré.
Eduardo se agachó y le tomó las manos, que apretaban nerviosamente un pañuelo ya húmedo. Nora lo miró con pena y le señaló algo con la vista, detrás de él. Dos policías que, asomados a la puerta del living, observaban la escena en silencio.
—Yo no fui, Eduardo. Alguien te debe haber visto con la bolsa cargada. O habrá sido la portera, con ese instinto de bicho que tiene. Vinieron como si siguieran un rastro y revisaron todo. Encontraron el maletín y el líquido ese. Me hicieron preguntas. Y vos sabés que yo no sé mentir.
Él le besó las manos. Se irguió. Las rodillas le crujieron. Los policías se le acercaron. Miró la puerta y por un segundo evaluó la posibilidad de escapar, pero enseguida se dio cuenta de que no iría muy lejos. Lo tomaron de los brazos, lo dieron vuelta, lo empujaron de cara a la pared. Arriba casi no se escuchaba nada, sólo el llanto suave de una mujer que pedía por alguien. Sintió el frío de las esposas en las muñecas y tuvo la certeza de que esa noche habría de dormir mejor.
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