Algo más que una casa

Por Pablo Black

En febrero vence el contrato de mi departamento, y si bien creo, o quiero creer, que la amable dueña está dispuesta a renovarme el alquiler, me aterroriza imaginar la cifra a la que ascenderá el nuevo acuerdo. Son días aciagos para los inquilinos, y ni hablar para los de ciudades pobres y de propietarios delirantes como Resistencia. Así y todo, no soy infeliz alquilando; hasta diría que vivo bastante a gusto en lugares que no son míos.

Es hermoso que la gente tenga su casa, que se procure un hogar aun cuando no se lo permiten. Hermoso y justo y viva Perón, más vale. Pero, por alguna razón, personalmente nunca me ha quitado el sueño el propósito de la casa propia, y eso que me vendría al pelo, como a cualquiera. ¿Falta de madurez, de recursos, de inteligencia? ¿Pereza, miedos? Sin dudas. Todo eso y quizás también cierto escepticismo, como si en el fondo, allá atrás, algo dijera “no creo en la casa propia”, “no existe tal cosa”.

Mi mamá, en cambio, sí que creía. Y fue una larga pesadilla. Pasó buena parte de su vida intentando ser propietaria del departamento en el que vivía con sus hijos. Pero el Banco se la hacía difícil, cuando no imposible. La señora K anhelando llegar al castillo, era mi querida madre. Las veces que zafamos del desalojo y del remate, que un oficial de justicia nos acercó al domicilio la pavorosa notificación que hacía temblar a mamá y por ende a toda la casa. Lo peor del caso fue que, años después, cuando el asunto iba camino a resolverse, cuando faltaba poco, casi nada, y el ansiado desenlace estaba a un tris de tener lugar, mamá murió. Todavía me cuesta creer que se diera de esa manera, no sé qué pensar. 

Mis hermanos y yo terminamos cancelando por fin el departamento, pero lo hicimos con el dinero que nos adelantó quien se convertiría en el nuevo y, bien visto, primer propietario del inmueble.

Puede que haya algo imposible de resolver en esto de la casa propia, algo que nunca cierra, y que, por así decir, va más allá de las condiciones materiales, del mero hecho de poseer o no un título de propiedad. Es este sentido, estamos como en “Nada de todo esto”, el cuento de Samanta Schweblin en el que madre e hija se la pasan espiando casas ajenas. ¿Qué buscan? Podemos suponer que alguna cosa, alguna marca, por imprecisa que sea, que les indique qué hace tan suyas —al menos en apariencia— la casa de los demás. ¿Qué hace propia una casa? es la pregunta que sobrevuela. ¿Se trata de envidia? Absolutamente. Qué sede más ejemplar para la envidia que la casa ajena. Pero el cuento es piadoso con nuestra envidia, después de todo, no es más que el lado hostil de nuestra esperanza, de nuestra confusión, la consecuencia de seguir creyendo que un día, al fin, conseguiremos lo que necesitamos.

Hay otro cuento, este de Martín Rejtman, que quizás ilumine un poco las tinieblas que sobrevuelan la casa propia. Se titula “Literatura”, y la parte que nos interesa dice así: 

“Mi casa queda a una cuadra de casas bajas en Ramos Mejía. Cuando nací mi familia ya vivía ahí. Diez años después mis padres se divorciaron y vendieron la casa. Mi padre se fue a Venezuela y mi madre y yo vivimos durante un año y medio en lo de mis abuelos maternos en la ciudad de Córdoba. (…) Tiempo más tarde mi madre conoció a Raúl, un mendocino dueño de una cadena de disquerías de la zona oeste del Gran Buenos Aires. Mi madre y yo nos volvimos. Primero vivimos un tiempo en una quinta de Merlo. (…) Un día mi madre fue a visitar a una prima en Ramos Mejía. De camino, pasó por nuestra antigua casa y vio que estaba en venta. Ese fin de semana fueron con Raúl a ver la casa y mi madre lo convenció enseguida de que la compraran, sin decirle nunca de que antes habíamos vivido ahí. A los pocos meses nos mudamos. Con mi madre nunca hablamos del tema de la casa, pero siempre existió entre nosotros un acuerdo tácito de no decir nada.”

Un maestro. Sin necesidad de énfasis, como al pasar, el tipo hace de la casa un Doble. Te instala lo siniestro como si te contara lo que comió ayer. Y entonces entendemos mejor que no es su posesión, sino el bucle, la torsión que la corre de lugar, que, digamos, la desencaja y la torna un poco impropia, lo que hace propia una casa. O dicho en términos de Rejtman, una casa es propia recién cuando tiene lugar el secreto —al que algunos llaman literatura—, cuando su secreto, el secreto de la casa, viene a rascarte los pies en lo mejor de un plácido sueño.

Algo por el estilo, un hecho rejtmantiano, nos pasó a nosotros. Queremos nuestro departamento. Tenemos un hogar con mi hijo Mateo y nuestra perrita Coca. Lo sentimos propio, pero diría que recién comenzó a ser así, al menos en lo que a mí respecta, cuando tuve claro que aquí, en casa, soy un intruso. Llevábamos instalados un par de meses cuando decidí invitar a un grupo de amigues para que lo conocieran, entre ellas dos amigas que, de entrada, aun antes de poder un pie dentro, comenzaron a comportarse de un modo extraño. Primero se miraron con sorpresa y luego, a medida que fueron recorriendo los ambientes de la nueva casa, con cierta complicidad. Hasta que, finalmente, se entregaron al vulgar cuchicheo, un cuchicheo tan indiscreto como perturbador. Algo pasaba y la situación no demoró en aclararse. Hete aquí que mis dos amigas conocían, y al parecer bastante bien, el lugar, dado que durante mucho tiempo había sido el hogar de una querida amiga de ellas, una amiga ya fallecida. En un principio no supe cómo tomar el dato. Si bien no tenía nada que ver conmigo, no podía evitar sentir cierta incomodidad. Una incomodidad que fue creciendo en el transcurso de la reunión, cada vez que alguna de mis dos amigas reconocía algún que otro detalle de la casa —detalles en los que yo aún no había reparado, como los dibujos de los azulejos del baño y tantos más— y los compartía con la otra en un tono agridulce, como si hubiera contento y pesar en refirmar una y otra vez que, en efecto, se trataba de la casa de A, su amiga, la anterior inquilina.

En fin. Seguramente me habría desembarazado pronto de aquellas impresiones que me dejaran mis amigas, y es probable que hasta olvidara por completo el asunto. Todo iba camino a ello. Hasta que, pasados unos pocos días, el cuadro cayó por primera vez. Se trata de un pequeño tapiz de una vaca carnicera, una onda medio David Lynch, si se quiere; una obra que me encanta, autoría de una artista cuyo nombre no voy a mencionar para no involucrarla en un brete ajeno. Entonces, decía, el cuadro cayó, pero el clavo que lo sostenía permaneció en el lugar, o sea bien firme, clavado en la pared. La primera vez no se me ocurrió asociar la anomalía con lo de la anterior inquilina, pero luego de repetirse el fenómeno por tercera o cuarta vez, no me quedó más opción que asumir de qué se trataba. No obstante, volví a colgar el cuadro, y, en algún momento, cayó nuevamente. Por sexta vez.

En fin, salvo por este detalle, la convivencia marcha sin inconvenientes.

Por lo demás, hoy día mi casa propia es una suerte de híbrido. Mezcla de ambientes de aquel departamento que el Banco siempre amenazó con quitarnos, con otros del que habito en la actualidad. Comparativamente, me animo a decir que es mayor la parte que corresponde al actual departamento. De a poco, la anterior inquilina me va cediendo espacio, lo noto sobre todo en que mis dos amigas casi no hablan de A cuando me vistan. Y yo y Mateo y Coca, súper agradecidos. Ponemos de nuestra parte. 

Aunque nos encante, entendimos que no va el tapiz de la vaquita carnicera, que ya habrá oportunidad para que encuentre su casa propia.

Dejá un comentario

Su dirección de correo electrónico no será publicada.