Adelante muchacho, dibujá

Por Federico Watkins

Ilustración Carver: Federico Reggiani

CATEDRAL, el libro que consagró a Raymond Carver, cumple cuarenta años: fue la vuelta a su estilo, la ruptura en términos metafísicos con el editor Gordon Lish, y, por sobre todo, el testimonio de su renacimiento. 

Entrando los ochentas Raymond Carver se dedicaba a escribir poemas y a redondear los últimos cuentos de su breve obra, considerada una de las más importantes del siglo en un país donde nace un cuentista cada vez que un tipo le pasa las llaves del refugio nuclear a su amante o la chica más guapa de la ciudad se corta en el bar o una explosión en la Escuela de las Artes hace volar todo. 

También estaba en eso de disfrutar la flamante sobriedad y de ser feliz al lado de Tess Gallagher, su segunda esposa. Mientras tanto, tensaba al máximo la relación con Gordon Lish, el editor que lo había hecho famoso y minimalista a tijeretazo pelado.

Con el New Yorker del lunes es más fácil decirlo pero en Catedral se ven los vestigios de la guerra: su lanzamiento supuso la superación de la dialéctica Carver-Lish, affaire que el mundo recién conocería en 1998, cuando el editor vendió todos sus originales a la biblioteca de la Universidad de Indiana. Se armó lío porque resultó que el minimalista no era Carver, y que su famoso mentor había cortado casi a la mitad los cuentos de De qué hablamos cuando hablamos de amor. 

Pero había un cambio de época, y no solo la sobriedad del gigante de Clatskanie venía en el combo: para la hechura de Catedral Tess Gallagher, orgánicamente, desplazó a Lish de sus funciones. Y Lish, el irreductible que publicó De qué hablamos… sin dignarse a responder los arrepentidos reclamos de su autor por volver a las versiones originales, tuvo que cerrar la boca y publicar el nuevo libro tal como se lo habían enviado desde la casa matrimonial de Syracuse, New York, en la que ella había colocado un cartel que decía ESCRITORES TRABAJANDO.

El cisma también se dio de forma orgánica y hay escena: la pareja tomaba la merienda en un café bajo el solcito del otoño neoyorkino cuando acertó a pasar Lish, que se tuvo que quedar de pie, sin ser invitado a la mesa, como un vendedor de flores. Ahí el editor entendió que su pollo ya era otro, con mejillas sanas y llenas que hablaban de la vida. Carver tenía un proyecto, la templanza necesaria para decir no y una compañera llena a su vez de planes, que se entendieron dos décadas después cuando salió Principiantes, la versión original y sin cortes de De qué hablamos… 

Se terminaba el formato inicial de la relación escritor-editor. En esos últimos años de ser un ebrio, Carver escribía, resaqueaba y aceptaba condiciones. Bueno, al menos hacía algo: supo pasar temporadas en las que ni se molestaba en construir una línea, como durante la famosa estadía con John Cheever. Entre los dos tenían cuatro máquinas de escribir, a las que no les sacaron jamás las fundas. Esos clashes etílicos tendrían una extraña recompensa la noche que, totalmente alcoholizado, el autor iba a conocer a Lish. 

Pero a mediados de 1977 todo ya era historia vieja. Ese 2 de junio Raymond Carver, el escritor oriundo de Oregon, nacía de nuevo, esta vez al mundo de la Ley Seca Autoimpuesta, y al año la conoció a ella, su segunda esposa, luego viuda y albacea: Tess Gallagher. En esa década que su salud le regaló, escribió sus relatos más importantes, los más carverianos en el sentido estricto de la palabra.

SUSPENDO PUERTAS ENORMES

Quita la lona de su máquina de escribir. Es 1981 en la tranquila Syracuse y está en su gran estudio del primer piso. El escritorio de roble está despejado de adornos: es una tentación definirlo como minimalista. La máquina brilla. 

Vuelven, aunque nunca se habían ido, el estilo y la mirada iniciales. La ruptura con la visión lishiana es total. Gallagher dirá años después que a su marido se lo admiraba, como a Marguerite Duras, por la particularidad de su escritura, “no por ser realista o minimalista, términos que él rechazaba”. 

Él mismo podría ser un personaje de sus libros. Muchos. El desesperado sin empleo, el mal marido, el padre ausente, el borracho que pena. La producción literaria como un espejo. No oculta que en cada uno de sus cuentos escribe, de alguna forma, sobre sí mismo: “Cualquier gran escritor o, simplemente, buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad”. Que su candor crepuscular no nos mienta. La primera mujer, Maryann, lo padeció y cómo. Quedó embarazada a los dieciséis, luego a los dieciocho, tuvo que mantenerlo gran parte de la relación para que él pudiera escribir, aguantó infidelidades y violencia física, y además quedó afuera del testamento. 

Raymond Carver piensa en eso, en la vida que llevó, en las vidas que había marcado. Enmendar será una de sus misiones. Como todo en él, lo que pasó y lo que se escribe reflejados.

Nunca sabrá que una costumbre de Lish será contar quién es el verdadero responsable de su estilo minimalista. Como en el claroscuro de su retrato quintaesencial, la famosa foto de Bob Adelman, la luz entra en la mitad del estudio. Acomete la tarea de construir su nuevo libro. Lo hace como en una epifanía, en estos maravillosos años en los que su tarea habitual es compartir con su mujer los entremeses de su sueño de la infancia: ser escritor.

No quiero verte minimalista, parecen decir las sugerencias y correcciones de Tess. Pero esa aprensión no tiene asidero. El grandote de Ray Bans aviador que aporrea las teclas con el viril pulso del que no escabia es un narrador yanqui clásico, otro eslabón en el país que fundó el relato moderno, de bordes realistas y secos, breve y con sus propias reglas, género que se usó para exorcizar, vivir y vomitar además de escribir. 

Así pasea por su renacimiento. Entre los logros y nuevos sabores de ese bonus track de cafés y comilonas y paseos y viajes y poco diálogo con Lish y un matrimonio fresco con el que disfrutar el nuevo estatus socioeconómico.

Porque la vida ahora es otra cosa. Reseteada y con dinero y tiempo para hacer lo que había venido al mundo a hacer. Y entonces vuelve el Raymond Carver humano, que había quedado sepultado bajo el objetivismo minimal del filoso autor que firmaba los cuentos con la misma lapicera que usaba para los cheques. 

Ojo, le dice Tess, no nos confundamos, estos cuentos son duros. Vivir lo es, piensa él, pero no se lo dice: ella es la catalizadora de esa comunión tan buscada. Y aunque existir sigue siendo un tobogán hacia la catástrofe, hay un consuelo de redención para él y para sus personajes, aplastados por las atmósferas del sueño americano.

Porque él ya no es más el distante demiurgo que mueve hilos sin sentir nada. ¿Qué le ha pasado? Nada más ni nada menos que la resurrección y el amor y el arrepentimiento y el reencauzarse en la gran tradición en la que se inserta, la del vivo luego escribo de Jack London, Bukowski, Hemingway, Kerouac. En fin, Raymond Carver ajustando cuentas con su destino.

DIBUJAME UNA CATEDRAL

La primera decisión es elocuente: le da una nueva oportunidad a un soldado caído. Llama a Lish y le cuenta que va a publicar la primera versión de El Baño, llamada Parece una tontería. Solo eso. Lo que está dicho en los espacios vacíos hace carraspear al editor. Carver corta y agarra un sobre papel manila, del que saca la versión original. El Baño, el corte Lish incluido en De qué hablamos…, es la historia de un niño sin nombre al que un auto atropella y manda al hospital. Mientras este niño sin nombre agoniza, un panadero acosa por teléfono a la madre, que le había encargado una torta de cumpleaños y que, comprensiblemente, se había olvidado. Ese cuento filoso como un latigazo, tensionado, recobra el formato original: una historia a la que su autor no engorda a base de detalles sino con carne y espíritu, acciones y verbos. Vuelve a ser una obra con capas humanas, con un niño con nombre (Scotty), más alternativas hacia el desastre y un final triste pero reivindicatorio del espíritu, a falta de una mejor forma de decirlo. Principio, nudo y final. Con Parece una tontería, iba a ganar el prestigioso premio O’Henry.

Ningún cuento de Catedral supera las treinta páginas. El clima de tensión está presente como un anuncio de tormenta apenas comienza Plumas: el relato lleno de simbología de una pareja que se mira a sí misma y a su vínculo a partir de una cena con amigos en la que habían conocido a su feo bebé y a su pavo real. En todos los sentidos el libro es humano: documenta la garra que ponen sus personajes por elevarse de donde están incluso cuando no alcanza. No importa si es una casa de alquiler o la trastienda de una panadería. Son los arrojados fuera del camino por el camino mismo, de los que no tienen nada, y no estamos hablando solamente de dinero. Es la mirada comprensiva hacia lo inevitable. Hay veteranos de Vietnam que no pueden despojarse de la violencia impregnada, tipas que no pueden vender ni un frasco de vitaminas, adultos que no quieren levantarse del sillón. 

Y hay una llamada desde Ossining, casi trescientas millas al sur: John Cheever ha muerto por lo mismo que pudo llevárselo a él. Le dedica El Tren, que comienza ahí donde termina El tren de las cinco cuarenta y ocho, del catálogo cheeveriano, y a cuya protagonista, Miss Dent, Carver hace vivir una confusa situación en una de las salas de espera de la estación donde antes, en Cheever, ella había tenido su momento epifánico con el ex jefe. También le dedica, pero de otra forma, Desde donde llamo, que había sido probado en la exigente arena del New Yorker un año antes. 

Cierra y titula el libro un cuento publicado en el ejemplar de septiembre del 81 de The Atlantic Monthly que el autor tiene en sus manos. En la página 23 se lee: Catedral. A short story by Raymond Carver. Se ríen con Tess porque la revista aclara a pie de página: “Raymond Carver es el autor de dos colecciones de relatos, De qué hablamos cuando hablamos de amor y ¿Puedes hacer el favor de callarte, por favor?”. 

Todo les da risa. Ella le pregunta si es su mejor cuento y él le dice que con Catedral cambió todo. Además le informa que así se llamará el libro. Es también consulta: ella le contesta que le parece perfecto. Él se pone a transcribir: una pareja recibe a un ciego, amigo y ex empleador de ella. El narrador es el marido y siente hacia el ciego incipientes celos que luego transformará en lógica curiosidad. Todo transcurre en relativa paz (el narrador hace algunas boludeces, y ella le tira un par de puñales con la mirada), se fuman un par de porros entre los tres hasta que ella se queda dormida y los varones se ponen a ver un documental sobre catedrales. Por más que lo intenta, el narrador no le puede explicar a Robert, el ciego, cómo es una catedral. No sabé por dónde empezar. Hasta que el ciego le pide que le dibuje una: le agarra la mano y va siguiendo el trazo. El narrador puede sentir la catedral construyéndose bajo el avance del grafito. Ella se despierta y se queda mirándolos: el ciego le pide al narrador que cierre los ojos. El narrador lo hace y quedará a oscuras lo que queda del cuento, limitándose a vivir adentro de esa nada. 

Raymond Carver termina de copiar y, en sintonía con sus personajes, cierra los ojos. Habemus book. No hay todavía en el horizonte el diagnóstico de tumor en el pulmón que se lo llevará unos años después, a la joven edad de cincuenta, ni nada que rompa la felicidad. Piensa en lo que acaba de leer, en los ajustes mínimos. Sus manos acarician el teclado y puede sentir cada letra hablándole a las yemas de sus dedos. Se queda ahí, en esa negrura en la que se ha sumergido. Catedral será el último libro que publicará en vida pero, como si estuviéramos en un cuento suyo, simplemente piensa que será el próximo. Y entonces abre los ojos. 

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