La di-sección del cuento

Acariciar un perro con Eduardo Muslip

Por Virginia Feinmann

Amigo, amiga, sentate. Respirá hondo, bajá los hombros. Vas a leer. No vas a ver un video, no vas a pasar el dedo frenéticamente por historias de tiktok. Tampoco vas a escuchar un podcast. Vas a leer un cuento como se hacía antes. 

A partir del tercer minuto van a disminuir tu ritmo cardíaco y tu tensión muscular. Se activarán tu memoria de corto y largo plazo. Reducirás el estrés de la vida cotidiana en un 68%. Mejorará la calidad de tu sueño. Se expandirá tu vocabulario y tendrás más fluidez de lenguaje y agilidad mental. 

Pero si REALMENTE querés completar la experiencia, volvé que analizamos el cuento acá, en “La di-sección del cuento”. Hoy   “Thalía” de Eduardo Muslip (https://www.pagina12.com.ar/398357-thalia)

¿Hay un tono en este cuento? ¿Tiene hasta un color? (¿amarillo polvo o marrón rojizo como el pelito de Thalía…?) ¿Una ternura que no sabemos por qué sentimos? ¿Una nostalgia del momento presente, la intuición de que no se va a repetir? 

Yo creería que Muslip hizo algo muy hermoso de hacer.

Primero encontró un estado de ánimo, sintonizó ahí, como quien desenfoca los ojos: veranos en Tucumán, familia… y desde esa nostalgia narró.

Encontrar una vibración emocional y escribir desde ese lugar es un muy lindo ejercicio. Da un tono parejo e indefinible a todo el relato. 

Flannery O’Connor se quejaba de que los escritores no usaban el habla local “¡Qué sucede! –los retaba– Esta es una Conferencia de Escritores del Sur. Todos los cuentos vienen de Georgia o de Tennessee, pero los personajes hablan como en la TV”. 

No es el caso de este texto, que, sin resultar exagerado ni artificial, recoge modismos: 

a nosotras que nos parta un rayo

tráigale alguna cosita para picar

acomodame acá, mijita, no he tenido un buen descanso (ese pretérito compuesto TAN tucumano, no he tenido, no he ido, no he podido).

Además los diálogos están imbricados sin marca gráfica: sin guiones ni punto aparte:

Claro, a nosotras no nos saluda nadie, dice, mientras entra a la casa, una mujer joven. Querrás comer algo, querido, me dice Julia; amor, tráigale alguna cosita, le indica a Ignacio. Tienen que venir de Buenos Aires para que acá me digan amor, dice Ignacio con una risa.

Es hermoso porque –a diferencia del guión de apertura y cierre y el punto aparte, que hasta visualmente se aleja del bloque cálido de la prosa– genera una enorme sensación de intimidad, de estar dentro de esa cocina y de esa conversación. 

Hay algo que Muslip sabe provocar bien: esa tristeza que ataca cuando no se la espera, que se dispara por algo trivial. Ese sobrino frío ante emociones ajenas toca el pelito de Thalía, de brillo cobrizo, evita un bultito en el cuello, zonas sin pelo o raleadas y opacas, y se quiebra al punto de sentir “ay”.

En su novela Plaza Irlanda lo había hecho con un corte de pelo casual. Las manos profesionales de la peluquera le hicieron notar, de golpe, irremediablemente, la ausencia de su esposa, el tiempo que había pasado desde que alguien lo acarició. 

Y qué bien define a un personaje con poco, ¿no? Algunos rasgos nomás y ya vemos a esa tía: siempre la aburrieron las conversaciones sobre niños, deudas, enfermedades, arreglos de las casas, política. Quería hablar de viajes, fiestas, hombres atractivos y saludables, casinos 🤣

Algunos rasgos y ya vemos a un pibe gay del interior:

Sobre mi vida sentimental, decía lo mismo desde los 20 años: estudios, trabajo, relaciones de un tipo disfrazadas de relaciones de otro tipo. Las décadas pasaban y los disfraces me dejaban desnudo pero a mi familia no le decía otra cosa, ni me la pedían.

¿Qué genera la ternura? ¿Es este sobrino que se ablanda? ¿Que miraba con cierta extrañeza pero de pronto es parte del clima general? Porque si bien al principio sintió que la tía hablaba como una gran dama de telenovelas. Al rato tanta cariñosa formalidad me organiza el tono, las frases, la conducta.

Dice frases que no había dicho nunca: “qué le hace una mancha más al tigre”, y todos ríen. El lenguaje surge allí anárquico en una persona u otra y el abrazo es tan fácil como si yo hubiera entendido una frase dicha al paso en un idioma que no conozco.

Lo que es seguro es que la mirada del narrador se vuelve libre de juicio. Las historias de los parientes son delirantes. Pero él escucha, pregunta con naturalidad.

¿En Rafael Calzada, cerca de Buenos Aires? 

¿Les dispararon a ustedes? 

Se alivia (no se ríe) ante la incongruencia de tener varios cánceres y gastroenteritis.

O se cuestiona (y qué hermoso es esto): Pensé que si se me escapaba una gallina la gente se reiría de mí por porteño. Y sin embargo son difíciles de agarrar. Sentí que mi error hablaba mal de mí. Tratar de escapar es el derecho de cualquier ser. Yo había pensado que era lo mismo decir traé una gallina que traé un limón

¿Cómo nos damos cuenta de que el remisero también es gay? Otra definición sutilísima de personaje, quizás hasta apoyada en un estereotipo, tan necesarios a veces al narrar: Le miro los brazos, firmes, mucho más fuertes de lo necesario para el volante suave del auto. Hay un exceso en ese cuerpo respecto del mínimo esfuerzo que lleva hacer andar ese auto, del mínimo esfuerzo que le lleva la ligereza de la conversación. 

Y en el texto había anclas, anclas narrativas que se iluminan o invitan a la relectura. Nuestro protagonista se avergonzaba por sentir que había hablado de hombres en vez de árboles, narraba su vida afectiva con evasivas, se ponía defensivo cuando le preguntaban si estaba en pareja…

¿No es hermosa la ambivalencia del lenguaje en la que se apoya Muslip para hacernos creer (mirada heteronormativa mediante) que “el bombón que te va a llevar, para vos no llamamos a cualquiera” es una chica?

No me molesta el lenguaje inclusivo, pero ahí hay un truco que nos perderíamos. 

Nos sorprende que “el bombón” sea un varón. 

Y es lindo y sugestivo el campo léxico del viaje de vuelta: fluido el andar del auto, rápido e irreal mi regreso. Vale decir: llegué flotando, llegué en las nubes, no sé ni cómo llegué, estoy enamorado. 

Finalmente, de este cuento amo la belleza de la religiosidad popular, buscar el milagro como sea, en lo más humilde, en donde casi no hay. Una perra a la que le faltan partes del pelito. 

La magia está donde unx quiere verla. Y finalmente funciona.

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